En las pasadas fiestas de Carnaval, un par de hermanos adolescentes, de la
zona de Putumayo, tomaron la moto de un amigo para dar una vuelta por el pueblo.
Según su madre, era una fiesta de la localidad, llena de alegría y sobre todo
de confianza mutua entre los participantes, una celebración normal y corriente
del lugar, pero dejó de serlo en cuanto un piquete de militares encontró a los
jóvenes paseando en moto. Los chicos se asustaron y se alejaron, los militares
hicieron lo que han acostumbrado a hacer ahora último cada vez que la vida les
pone delante a gente menor de veinte años que no está haciendo nada malo:
disparar.
Sí, como se lee: disparar. Dos tiros a cada chico. Cuando cayeron gravemente
heridos no permitieron que sus amigos ni la gente los socorriera, y ellos tampoco
lo hicieron. Los dejaron durante más de una hora en el suelo, según cuentan
testigos del hecho. En el momento, uno de ellos ha fallecido y el otro se
encuentra en estado crítico. La familia, destruida de dolor. El pueblo entero,
aterrorizado y sorprendido. Todos insistiendo, como si fuera necesario, en que
los niños no hacían nada malo, que no eran delincuentes, que el pueblo entero
los conocía como buenos hijos, deportistas, chicos sanos y felices.
Ya en diciembre del año pasado tres familias del sector de Las Malvinas, en
Guayaquil, vivieron el horror de la desaparición y el posterior hallazgo de los
cuerpos calcinados de sus hijos: cuatro niños menores de dieciséis años, el
menor de ellos de tan solo once, que también, al decir de sus padres, amaban la
música, el deporte, la amistad, la vida de familia… en fin, porque una de las
cosas más tristes de esta situación es que las familias deban ir por ahí
explicando que sus niños no hacían nada malo, que estaban realizando las
actividades normales de la vida de un adolescente de su edad y condición en sus
barrios o sus pueblos.
Unos meses atrás, también en Guayaquil, un par de jóvenes, primos entre sí,
habían ido a vender un cachorrito de raza para apoyar económicamente a su
familia, acuciada por extorsionadores. Tras un incidente entre vehículos, los
miembros de las fuerzas del orden también dispararon a los jóvenes. El dueño
del cachorrito e hijo de la familia afectada falleció al poco rato. ¿Era un
delincuente? Para nada. Quienes lo conocieron lo describen como un joven
alegre, solidario, miembro activo de una iglesia evangélica.
Estos no son los únicos casos en que jóvenes y niños resultan atacados e
incluso asesinados por miembros del ejército o las fuerzas del orden en
general. Se han dado muchos más, con el denominador común de que los
uniformados atacan con armas de fuego a chicos jóvenes, menores de edad, cuya
única transgresión es no ser blancos y rubios ni pertenecer a las clases y
familias pudientes de la ciudad en la cual residían. Con frecuencia, en los
informes y partes inmediatos a los hechos, se esbozan calificativos o
descripciones que pretenden criminalizar a las víctimas, pero los testimonios
de gente allegada o conocida afirman todo lo contrario.
Esto ocurre en el contexto del llamado “conflicto armado interno”, o si se
abrevia, “guerra interna”, por el Presidente de la República, que según él se
da entre los grupos delincuenciales organizados y las fuerzas del orden del
país. Sin embargo, hasta la fecha, y mientras caen presos o abatidos muy pocos
malhechores, lo que se ha visto es que en el país se dan, a vista y paciencia
de todo el mundo, cientos de muertes violentas por sicariatos, ajustes de
cuentas y un vasto etcétera que incluye actos de delincuencia común como
asaltos y robos; pero las víctimas de los ataques de la fuerza pública
provienen más bien de estratos sociales populares, y son niños y jóvenes con
historiales limpios, aunque sus asesinos pretendan luego ensuciar su buen
nombre y el de sus familias con crueldad y artería, y con el único fin de
justificar lo injustificable.
Para colmo, el presidente de cartón ha anunciado ya el indulto automático
para policías y militares que asesinen a ‘delincuentes’ en actos de defensa o
represión del crimen, dice él, pero lo que se viene dando son ataques a jóvenes
inocentes que tuvieron la mala suerte de encontrarse con uniformados en el
lugar y el momento inadecuados.
Entonces, ¿contra quién es la tan sonada ‘guerra interna’? ¿Contra los GDO
o contra los pobres? ¿Contra los delincuentes o contra los jóvenes de los
barrios y los pueblos? ¿Habrá que advertir a nuestros niños y muchachos que, si
ven un policía o militar en las inmediaciones, se oculten, que no corran, que
traten de pasar desapercibidos, y que finalmente se encierren en sus casas y dejen
de salir, como en otro tiempo, a conversar, jugar o hacer música y deporte por
las noches en las canchas de sus barrios, a participar de las fiestas y la vida
cotidiana de las comunidades porque la muerte puede agazaparse en cualquier
esquina? ¿Será de explicarles que, incomprensiblemente, la guerra interna es
contra ellos y no contra nadie más?
El poeta español Miguel Hernández escribió hace ya casi noventa años unos
versos que describen el horror de la Guerra Civil Española, mejor dicho, de
cualquier guerra, y que tristemente podrían aplicarse a esta extraña ‘guerra
interna’ en la que no se entiende por qué se ataca la vida humana en sus más
bellas formas y se permite que los verdaderos enemigos continúen campantes por
nuestros pueblos y calles:
La vejez en los
pueblos.
El corazón sin dueño.
El amor sin objeto.
La hierba, el polvo, el cuervo.
¿Y la juventud?
En el ataúd.
(…)
El odio sin remedio.
¿Y la juventud?
En el ataúd
Y así es como estamos en estos tristes y desconcertantes
tiempos.
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