Cuando Karina Del Pozo desapareció, rápidamente se le endilgó la culpa a un anónimo taxi cuyas placas los amigos de la joven 'se olvidaron' de apuntar. Viejo recurso del encubrimiento del crimen en donde la atención se desvía hacia otro lado para despistar, pero eso no es lo grave de esta historia, después de todo, ¿quién no quiere proteger a sus amigos? ¿o quién no recibe presiones para hacerlo?
Los sucesos que conforman este hecho, como los acontecimientos desperdigados en una narración policial vanguardista, se acumulan en una macabra sucesión de indicios: una fiesta, un grupo de amigos que salen de ella, entre ellos una joven atractiva, huérfana; una desaparición, una acusación falsa, unos descubrimientos que parecen apuntar a la verdad de lo ocurrido: ningún taxi, el auto donde el grupo de jóvenes se alejó con manchas de sangre, de tierra, con huellas de violencia. Y el cuerpo de la joven de veinte años abandonado en una quebrada.
No faltan, por otro lado, cierto tipo de reacciones que podríamos calificar de 'folklóricas' por decir lo menos: marchas que piden 'justicia', plantones que frente al palacio de Carondelet exigirán 'seguridad'. (Me pregunto, en los países más azotados por serial killers -Estados Unidos, Inglaterra, Colombia... - ¿se hace este tipo de cosas?) Como pueblo, como colectividad, todavía confiamos en el recurso del 'emperro' para que alguien a quien hacemos responsable absolutamente de todo se encargue de resolvernos cada problema que se nos presenta.
Sin embargo, estas líneas van en otra dirección. Obviamente, una sociedad debe tener mecanismos de regulación y sanción de las conductas delictivas (aquello que llamamos justicia), y mecanismos de control y protección de las personas (seguridad). Sin embargo, este tipo de situaciones no pasan solamente por cuestiones judiciales o de control de la seguridad.
La pregunta que subyace, que a todos nos ataca es, como sociedad, como grupo humano, como laboratorio de relaciones entre géneros, ¿qué nos está pasando? Una muchacha joven, carismática, trabajadora, hermosa muere a manos de sus 'amigos'. Aunque todavía no se lo ha demostrado en los estudios y autopsias, resulta obvio que el tema sexual está de por medio. Y la violencia: la muchacha muere presumiblemente de un golpe en la cabeza.
Difícil reconstruir la historia sin estremecerse. En una proporción de tres a uno, si no más, Karina es atacada. Eso se llama cobardía. ¿Qué quisieron hacer con ella? Aprovecharse de su cuerpo, de su sexualidad, de su condición de mujer. Eso, por más repetido y común que sea, no tiene nombre. ¿Quisieron asesinarla, de entrada? ¿Fue un accidente? Muere a causa de uno o varios golpes, de seguro fue intimidada con armas reales o improvisadas. Esa es la esencia del crimen.
Y luego culpamos a un taxista que afortunadamente no existe. Ahí radica una extraña mezcla de ingenuidad y mala fe.
Pero sorprende más dolorosamente aún la edad y condición de los otros personajes de esta historia, los agresores: de 19 a 26 años. Clase media universitaria. Hijos de familia. No se está hablando de hampa, de crimen organizado, de pandillas marginales. Se está hablando de muchachos con los que cada día podemos compartir, tus amigos, los míos, tus alumnos, los míos, tu hijo, el mío... Un titular escalofriante: "Karina del Pozo conocía a sus asesinos".
Me pregunto, ¿cómo se puede vivir así? ¿Qué pecado es ser hermosa, atractiva, sensual? ¿Qué pecado es resistirse a los requerimientos que sobrepasan lo que una desea? ¿Qué les da a los 'amigos' o pretendientes de una joven el derecho a disponer de su cuerpo, de su vida y de su muerte solamente por un capricho que aparte de todo puede ser exacerbado por el consumo de alcohol y otras sustancias? ¿En dónde se quedó el respeto a la vida y a la persona como tal, cuándo nos olvidamos de inculcarlo en nuestros jóvenes?
Por todo eso, antes de la concentración en la Cruz del Papa, o la marcha hacia Carondelet y el consiguiente plantón para pedir justicia y seguridad y así desligar nuestras responsabilidades en hombros ajenos, sería conveniente que, como ciudadanos y ciudadanas, como gente adulta, como miembros de una sociedad en donde estas cosas suceden con más frecuencia de la deseable (un solo caso ya sería demasiado) hagamos una concentración hacia dentro, una marcha hacia nuestro interior, un plantón en nuestra consciencia, y nos preguntemos cada uno y cada una cuál es nuestra pequeña o grande responsabilidad en esta racha de descomposición ética y humana que se vive en el día a día de nuestro mundo.
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