miércoles, 16 de octubre de 2019

LA BATA BLANCA


En medio del caos, superando el miedo, se activaron los chicos y las chicas de la bata blanca. Descubrieron el sentido de la carrera que han escogido. Entendieron (o tal vez simplemente reafirmaron) el tono de la palabra vocación. 

No se sabe si venían de familias pudientes o carentes. No se sabe si durante el paro sus padres despotricaron contra los indígenas, contra los policías, contra Correa, contra Moreno o contra el hijo o la hija que arriesgaba su vida quién sabe por qué desconocidos que posiblemente ni siquiera le iban a agradecer. No se conoce su bandera política, incluso no se sabe si la tenían.
Solo se sabe que vinieron a ayudar desde las dos más tradicionales universidades quiteñas. Que comenzaron por consolar niños asustados haciéndoles jugar y contándoles cuentos, por tranquilizar a madres angustiadas, por decir palabras que no supieran a gas ni a muerte. Y luego ya vino la parte más complicada: coser heridas, atender contusiones, entablillar huesos, despejar asfixias, reanimar corazones detenidos, mirarse a la cara, negar con la cabeza, cerrar ojos, taponar con algodón narices que no volverían a probar la frescura del aire, decirle a la gente que su compañero o compañera de vida, su hermano, su padre, su hijo no volverían más. Quizás enfrentar la muerte violenta por primera vez. Tal vez, en un minuto libre buscar un baño, un rincón apartado y solo llorar un poco para descargar la angustia, pero ni siquiera tanto porque había muchas cosas que hacer.
Son lindas las batas blancas cuando se colocan sobre hombros solidarios, cuando se rasgan para convertirse en banderas de paz, en vendas, en apósitos. Son estremecedoras cuando se empapan de sangre porque también vejaron y arrastraron por el suelo a quien la llevaba. Son dulces cuando se convierten en envoltorio o pañal de bebé. Duras, trágicas y angustiosas cuando se vuelven mortaja.
Días de voluntariado en un campo de guerra. Noches agazapados esperando el brutal ataque con bombas lacrimógenas, perdigones y armas fragmentarias que hacían esquirlas por todas partes. Llantos de niños, gritos de madres, maldiciones de hombres, ayes de los heridos. Y entre todos ellos, las batas blancas como gaviotas y verdaderas palomas de la paz revoloteando de aquí para allá en la repartición del bálsamo de la solidaridad y el verdadero amor al prójimo más necesitado y vulnerable.
Pero nada más conmovedor que cuando, ante la inminencia de un nuevo y más sangriento ataque, las batas blancas y las mascarillas (no antigás, por si acaso, las simples mascarillas de farmacia de barrio que eran todo lo que tenían) se convirtieron en armas disuasivas, en ese escudo humano de jóvenes de la mano que acordonó las universidades convertidas en centros de refugio y zona de paz, dispuestos a poner el cuerpo, si era necesario, haciéndonos entender que los ángeles de la guarda sí existen, así, inermes y desprotegidos, sin alas, sin aureola ni coronita dorada, tan solo con su bata blanca, su humilde mascarilla, y sus corazones de oro y maravilla latiendo al unísono al enfrentar la prepotente cobardía, la estulticia y la traición.

2 comentarios:

Amando. Te trasciendes dijo...

La sensibilidad sin nombre nos ha salvado bellos afectivos Ecuatorianos sin nombre sin raza sin profesión sin sin.... Con corazón forrado de gran valor!!!!

Amando. Te trasciendes dijo...

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