Asoma
Marilyn con su nardo de plata
hasta
los senos
y
yo tiemblo.
Julio
Pazos Barrera
1

Si hurgamos en el significado
del arcano encontraremos que esta figura representa a la mujer terrenal en la
plenitud de su poder de seducción, de la fuerza de sus atributos femeninos
sexuales: es Marilyn de pie sobre una alcantarilla o respiradero del metro de
la gran ciudad, fingiendo sujetar una falda que el aire subterráneo levanta
para mostrar la maravilla de sus piernas. Es Marilyn en el clímax de su apogeo
artístico. Afrodita, si queremos hablar de otra diosa, o de la misma diosa con
diferentes nombres.
Y es así como la muestran en sus
reflexiones y expresiones admirativas algunos de los fragmentos del libro Solo ella se llama Marilyn Monroe
(Relecturas de una diosa)[1]
que se refieren, al menos con
mayor intensidad, al punto máximo de su esplendor: la introducción del mismo
editor Raúl Serrano Sánchez, los fragmentos biográficos de Jennie Carrasco
Molina, Galo Alfredo Torres, David Ramírez Olarte y Jorge Dávila Vázquez; las
sesudas reflexiones de Humberto Robles, el poema “Una adorable criatura” de
Iván Oñate, el irónico e inmejorable texto de María Helena Barrera, “Marilyn
Monroe Redux”, los tres primeros fragmentos del poema de Raúl Vallejo, la
infantil evocación de Byron Rodríguez Vásconez y el poema “La carne y el
espectro de Marilyn Monroe” de Cristóbal Zapata.
Afroditamarilyn, nacida de la
espuma del mar del caos que fuera su vida. Marilyndiosa, pasándonos por el
forro ese primer mandamiento dictado seguramente por un Dios bien macho que
para peor no tuvo el gusto de conocerla. Marilynemperatriz, acunando con su
brazo derecho a todos aquellos niños que llegó a gestar pero que no alcanzaron
a nacer, tal vez porque el arquetipo de la Madre era a un tiempo demasiado
estrecho o demasiado grande para aquel portento de mujer.
2

Tal vez aquí se vea representada
la Marilyn que más amamos: aquella que, como Jesús en la cruz, carga con los
pecados y la ingratitud de un mundo que ha usufructuado de sus más exquisitos dones
y a la hora del té la ha abandonado a su suerte. Verdadera diosa más diosa que
nunca en el momento de su escarnio, en la abismal soledad de su dolor de siglos
eternizado en las fotos de su rostro sin vida ya despojado de todo glamour
innecesario.
El corazón de Marilyn, también
atravesado por siete espadas, es abandonado una vez más desde la perspectiva
confesional de Modesto Ponce Maldonado, y ella misma asesinada sin piedad en el
cuento “Cadáver Exquisito” de Marcelo Báez Meza, pero ese frágil corazón es
también entrevisto con ternura y veneración, tal vez a través de unas
inevitables lágrimas, por Iván Oñate en su poema “Hotel sin estrellas”, o en el
maravilloso texto “Una muñeca sin niña” de
Huilo Ruales Hualca, y ella misma es cobijada y acogida en su abandono
por el infinito cariño que puebla las palabras de Ramiro Oviedo, Fernando Nieto
Cadena, David Ramírez, el último fragmento del poema de Raúl Vallejo, la mirada
nostálgica y compasiva que Carlos Carrión echa sobre una foto, el encuentro
imaginario de un bello relato de César Chávez e incluso la cínica confesión del
último fotógrafo que la retrató en una narración de Raúl Serrano Sánchez.
Es en esta visión cuasi maternal
desde donde, para sus fieles devotos del Ecuador, Marilyn alcanza su verdadera
dimensión de estrella, es decir no la resplandeciente figura de los carteles
que anuncian las películas, no la a la vez envidiada y admirada figura de
sociedad, sino la pequeña huerfanita violada a los nueve años (según registra
Ernesto Cardenal), la mujer con heridas tan hondas que varias veces pensó en la
controversial misericordia de la muerte, la Diosa escarnecida y lastimada que
con su sacrificio, y tal vez sin saberlo, pretendió redimirnos de la soberbia,
la envidia y la lujuria, tres gravísimos pecados capitales de los cuales uno
resulta esplendoroso y los otros dos absolutamente despreciables.
3

Es así como la miran Carlos
Eduardo Jaramillo, Aleyda Quevedo y Julio Pazos Barrera. En sus poemas no queda
lugar para la compasión, tan solo la luminosa admiración de quienes logran
captar la arquetípica esencia del ánima de un mundo patriarcal en donde una
masculinidad exacerbada, sobredimensionada y displicente ha hecho de las suyas
durante siglos.
4

¿Por qué amamos tanto a Marilyn
quienes habitamos en este pequeño paisito hasta hace poco inexistente en la
memoria colectiva del planeta? ¿Acaso por nuestra impertérrita veneración hacia
todo lo que no sea nuestro ni se nos parezca? ¿Acaso por esa misma baja
autoestima que nos lleva a disimular la forma de nuestra nariz, el tono moreno
o grisáceo de nuestros cabellos, cualquier indicio de sobrepeso o de
vulgaridad?
No se sabe. Quizás la adoramos
como a otra de tantas diosas porque con su trágico destino nos enseñó que los
dioses, en su esencia más auténtica, sí son de carne y hueso. No en vano
adoramos a un hombre muerto y ensangrentado con todo el amor y la ternura de
este mundo. Nos vale que haya resucitado. Lo que lo pone a la altura de nuestro
cariño es la tragedia y la injusticia de su muerte. No en vano nos reconocemos
en la camilla cubierta que sale de la silenciosa casa de Los Ángeles muy pronto
inundada de policías, y detectives, y ya rodeada por llorosos fanáticos e impertinentes
curiosos.
Y es así como el poder de sanar
y hacer milagros interiores de aquella muchachita llamada Norma Jean Mortensen
se manifiesta en los textos de Byron Rodríguez Vásconez, David Andrade Aguirre,
Xavier Sempértegui y Jorge Martillo Monserrate, en donde los inconfesables
deseos se subliman en aquella piel hecha de sombras y luces y las penas de amor
de la adolescencia se mitigan en la autocomplacencia inspirada por la maravilla
de su figura.
Inmortalizada en alrededor de
una treintena de películas, sacrificada en aras de un poder tan perverso y espurio
como todos los poderes de este mundo, abandonada y muerta como cualquier buen
Dios o buena Diosa que se respete, Marilyn Monroe se ha convertido en el espejo
no tanto de nuestras aspiraciones de gloria y de grandeza, cuanto de nuestras
frustraciones, soledades y anhelos no logrados. Y es quizá desde allí donde
ayuda al milagro de volvernos seres cada día más humanos, por obra y gracia de
la tolerancia y de la compasión que no es lástima, sino ternura y amor del
verdadero.
Por eso doy las gracias a Raúl
Serrano: por llevarnos, a través de este libro, y más allá de los deleznables
conceptos del chismorreo propio de la farándula, a reflexionar sobre nuestra
condición humana a partir de la adoración a una de las más bellas y complejas
diosas de los últimos cien años.
[1] Raúl Serrano Sánchez (editor), Solo ella se llama Marilyn Monroe (relecturas de una diosa),
Cuenca, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, 2013.