Es típico que cualquier cosa de la vida termina volviéndose hacia la infancia. A la vieja casa del barrio de San Roque donde la música no paraba nunca. Donde aprendí, al menos en el aspecto musical, a tener un gusto que me ha costado más de un rechazo, pero no importa. Ahí, entre otras cosas, sonaban The Beatles. Y era lindo. Y los niños veíamos Plaza Sésamo y los títeres cantaban Help, All together now y enseñaban a contar con los números del Submarino Amarillo. Y mi tía tenía el álbum Abbey Road entre sus discos favoritos.
Así va creciendo una, lo poco que puede. Y la vida de la gente del siglo XX es diferente a la de los siglos anteriores porque tiene banda sonora. Y la banda sonora de la vida de cada uno se vuelve entrañable. Porque los deberes del colegio se hacían al lado de un pequeño radio de pilas en donde desde la desaparecida Radio Musical las voces del cuarteto de Liverpool acompañaban las ecuaciones y los análisis literarios y los cuestionarios de las Ciencias Sociales así, como acompañan los buenos amigos, sin hacer mucho más que eso, solamente estando.
Porque en el precario inglés que además nos negamos a aprender en los tres últimos años de la secundaria se dicen esas cosas que hemos sentido, que hemos vivido, que sabemos cómo iluminan o cómo pueden llegar a doler, desde muy temprano ya.
La tía envejece. La casa se deja. Gente va, gente viene. Solo la música queda, como un aroma que permea la memoria. Y ahí están The Beatles, aunque ya no sigan juntos, lo cual poco importa para el efecto de seguirlos escuchando. Un día del primer año de universidad, cae el primero, abatido por las balas de un fanático demencial del signo que sea, poco importa eso. Desconcierto: son mortales. Diríamos, en quiteño: han sabido ser mortales.
Años después, cae otro. Esta vez es el cáncer. Mortales. Y sin embargo, inmortales como sus canciones, como su presencia en el pequeño radio de pilas ahora reemplazado por el toca discos, el toca casetes o lo que sea que venga. Pero ellos se mueren. Y a este país nunca viene (venía) nadie. Ya se sabe: paisito tercermundista, cuya capital roba el oxígeno de los visitantes y que en realidad hay gente que ni siquiera sabe que existe.
Por eso, cuando uno de los dos que quedan decide venir es algo así como "el sueño del pibe", que dirían en Argentina.
Y un día feliz para esta ciudad Paul McCartney aterriza en Quito.
Y es más mirarlo ahí, dueño del escenario, entre el humor y la nostalgia, entre la dicha y esa punzante conciencia de que todo lo bueno siempre dura menos de lo que quisiéramos. Inagotable. Bello. No importa si los altos nos tapan. Nos vamos hacia atrás. Y dice "A Long and Winding Road" como un derechazo directo al nudo de la garganta. Y dice "Blackbird" y no lo podemos creer. Y dice "Here today" (para su hermano John) y nos manda de un plumazo a algún paraíso cercano. Y dice cosas en castellano. Y se ha dado el trabajo de aprender palabritas ecuatorianas como "Achachay", "chévere" y "Una canción de yapa..." Y dice "Something" (como un guiño a su 'compadre' George) y saca el aire. Y dice "Hey Jude" y enloquecemos. Y sale al escenario. Y no se hace de rogar. Nada. Y bailamos. Y cantamos. Y somos felices con esa felicidad que solo las navidades en la infancia remota eran capaces de provocar tan limpiamente. Y flamea las banderas de su país y el nuestro en un gesto que convierte los recuerdos de la Tatcher en una pesadilla ya olvidada. Y dice "Yesterday" y todas nuestras penas de amor regresan vestidas de ángeles de la guarda, porque eso es la música, porque eso es, eso siempre fue su música: el ángel de la guarda del corazón, aunque no la podamos comprender muy bien.
Alguna vez, en una entrevista muy bella, otro de esos genios que gracias a la vida existieron, Julio Cortázar, dijo que sus dioses estaban en la tierra. Él, que era otro de esos dioses, lo sabía muy bien. Y así es. Aterrizan en Quito cuando menos se espera. Tienen más de setenta años y brincotean como adolescentes en un escenario a 2800 metros de altura. No se cansan nunca. Regalan con su música y sus palabras de nuestro propio léxico un amor más allá de película romántica. Y si son mortales... casi no se nota.
3 comentarios:
¡¡¡Excelente!!!
Gracias por tu don de la palabra Lucre! gracias por ponerlo tan hermoso como lo compartimos.
Qué inmensa gratitud tienen tus palabras, nos has "dado diciendo" lo que muchos no podemos por nuestra limitación imaginaria con los versos, pero nos identificamos con tus resos. y así mismo fue.
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