(crónicas cortazarianas de la ciudad de Buenos Aires)
para Alicia y Eduardo Dayan
y a la memoria de Julio Cortázar, ya se verá por qué
Algo
me ha dicho siempre que Buenos Aires y yo, a pesar de no habernos conocido sino
hasta la semana pasada, tenemos un lazo mucho más fuerte de lo que se podría
imaginar. Y no es un lazo por fotos,
datos o enciclopedias, no. Es un lazo musical y literario y, por supuesto, muy
sentimental. Un lazo que comenzó a anudarse en el viejo patio de la casa del
quiteñísimo barrio de San Juan donde jugaba al bus con mi abuelito Lucho
mientras viejos tangos que habían estado de moda veinte años atrás resonaban
aún en las radios cuando las muchachas del servicio lavaban la ropa en las
antiguas piedras del patio. Y de entre esos tangos, sobre todo uno que hablaba,
como todos tal vez, de un pasado de pobreza e inocencia comido por una dudosa
prosperidad económica aunada a una pérdida de todo lo demás: “Percal”, en la
voz de Alberto Podestá (esto lo supe como un tercio de siglo más tarde). Percaaaaal… ¿te acuerdas del percaaaaal? Tenías quince abriles, anhelos
de sufrir y amar, de ir al centro a triunfar y olvidar el percal…
Después,
mucho después, las calles de Buenos Aires se las arreglaron para invadir mi
mente, mi imaginación y mi corazón a partir de las palabras indescriptibles de
Borges y de Cortázar, con sorprendentes situaciones mágicas que yo siempre
atribuí a la genialidad de estos escritores más que cualquier otra cosa. Pero
no. La ciudad que me atrajo como un imán durante la última Semana Santa me
corroboró una vez más que nada es casual y que todo tiene una razón y un
motivo. Ah, y como dijo un guapísimo mozo de restaurante mientras intentábamos
acomodar nuestra parrillada bajo un aguacero, que “siempre que llovió, paró”,
por más “si así llueve, que no escampe” que nos empeñemos en repetir. Aquí
comparto algunos de los fragmentos de mi primera (y espero que jamás única)
visita a la mágica ciudad de Buenos Aires.
LAS PUERTAS DEL CIELO
Sucedió
en la Confitería Ideal, a cuyo segundo piso subimos para mirar una clase de
tango. La noche transcurría entre alumnos principiantes de varias
nacionalidades y profesores guapos y hábiles que hacían lo suyo. Los meseros
todavía no llegaban, y Pauli, Martalú y yo teníamos la impresión de ser
invisibles en aquel mundo diverso y cotidiano a un tiempo.
Más
tarde, algún mesero recién llegado se percató de nuestra presencia y nos preguntó
si queríamos ver el menú. Nos lo trajo. Lo revisamos y tomamos decisiones. Solo
que el mesero había sido tragado por la puerta de la cocina y ya no regresó. Es
más, daba la impresión de no haber existido nunca. Otros meseros salieron y
repartieron órdenes y pedidos entre las pocas mesas ocupadas. Siempre que
tratamos de llamar la atención de alguno, sus miradas pasaban de nosotras como
si fuésemos transparentes.
Finalmente,
preguntándonos si aquel mesero que nos hizo literalmente “ver
el menú” de verdad había existido, nos fuimos, entre la diversión y el
desconcierto, a comer una verídica pizza en “Il Gatto”.
CONTINUIDAD DE LAS CALLES
Los
nombres vinieron envueltos en melodía de tango, letras de poesía inmarcesible,
el nombre de mi país cobijando un hospital en un relato de Borges, lugares que
se me hicieron familiares a fuerza de leerlos y releerlos en los amados cuentos
de Cortázar, escenas que no traicionaron mi fantasía cuando me encontré de
manos a boca con ellas intentando encontrar al loco de la balada en Arenales,
bailar un melancólico vals de desamor entre Florida y Corrientes, viviendo los
retazos de alguna turbia historia en la calle Juncal, y buscando los restos de
conejitos de pascua desparramados por la calle Suipacha.
NO SE CULPE A NADIE
El deseo
casi obligatorio de ver un impecable show de tango a precio módico se nos hizo
realidad en el Centro Cultural Borges (Borges,
además), ubicado en una de esas galerías-centro comercial de Florida que te
llevan de golpe y porrazo a revivir escenas de “El otro cielo”. Y fue
precisamente allí donde un micrófono díscolo decidió atacar a su cantante.
No lo
hizo durante un tango, sino en un valsecito de esos que atacan directo a las
cavidades izquierdas del corazón. Mientras el cantor (por otro lado, magnífico)
no lo tocara, las cosas iban bien, solo que no amplificaba el sonido
adecuadamente. Entonces, en un intento de mejorar la situación, con mucho
disimulo, el intérprete apretaba con dos dedos la base del micrófono y ocurría
lo impensable: el micrófono emitía una mezcla de tos y aullido que ponía los
pelos de punta a toda la concurrencia, no se diga al cantante, quien por último
tuvo que prescindir de él por el resto de la canción.
No llegó
a mayores. El cantante decidió dejar de pellizcar el micrófono. El micrófono se
tranquilizó, y todos pudimos seguir disfrutando de la maravilla de la música
porteña.
EL HUMOR PORTEÑO
Me di un beso con Mafalda, qué
más. Cómo olvidar frases como “Justo a mí tenía que tocarme ser como yo”, o “…
el acabóse del empezóse de ustedes…”
Pero al
caminar por Buenos Aires sentí que el humor de la gente porteña, esa ironía
para inteligentes que parecía ser privativa de Quino, está por todas partes.
Campea por los parques y las plazas, revolotea en el aire, en los Buenos Aires,
mientras tomamos una foto de la impresionante arquitectura de la ciudad y un
par de parroquianos se ponen a posar a nuestras espaldas, entonces les tomo una
foto a ellos, y mandan, con impecable acento:
-Un
saludo a todas las chicas.
O el
hombre cuyo paso entorpecíamos al quedarnos mirando casi, casi boquiabiertas
alguno de los edificios y nos apuró con un amable pero perentorio:
-¡Moverse,
chicas, que pesa!
LA CASA TOMADA
Motivos
logísticos y turísticos hicieron que resultara casi imposible encontrar un
alojamiento promedio para mis últimas dos noches en Buenos Aires. Eran los días
finales de Semana Santa y medio Brasil
había decidido venir a pasar su feriado en Argentina.
Al fin,
gracias a los buenos oficios de mi amigo Eduardo, quién, aparte de ser “el
dueño de Buenos Aires” (comentario de la Pauli) decidió fungir de mi ángel
protector, encontramos sitio en un hotelito de pasajeros situado en las
inmediaciones del hospital Italiano.
La
primera noche, después de recoger la llave de la pieza, llegué pasadas las diez
y media. Aunque las luces de la recepción se encontraban encendidas, no había
una sola presencia humana en el lugar. Al entrar en la habitación constaté, con
algo parecido al horror, que la puerta del baño se me había quedado cerrada y
que no tenía una llave para abrirla desde fuera. Decidí apañármelas como mejor
pudiera, y creo que lo hice. De vez en cuando, se escuchaba el ruido de una
llave en la reja y la puerta cancel de vidrio, entonces yo salía casi corriendo
a ver si había alguien que me ayudara, pero solo me acompañaban el silencio y
la soledad bajo la luz encendida de la recepción. Por el piso alto campeaban
voces bajas, crípticas conversaciones que no se podían descifrar desde mi
sitio.
Estaba a
punto de entrar en pánico, cuando de repente todo se me hizo claro: cómo podía
yo tener una estancia en Buenos Aires sin que de alguna manera se me
manifestara el espíritu de ese duende travieso, primero en el panteón de mis
dioses, que fue, es y será el gran Julio Cortázar, que tal vez era quien me
regalaba ese minuto de pavor y maravilla como ya lo había hecho tantas veces en
el tiempo en que sus libros alimentaron de lleno mi fantasía.
CARTAS DE MAMÁ
Mi madre
murió hace dos meses, con esa cruel enfermedad que ahora se conoce como el mal
de Alzheimer. A pesar de lo esperado del final, su ausencia todavía es un dolor
indeleble en el espíritu.
Uno de
esos días, en la sección de discos compactos de una de las librerías El Ateneo,
perdí el tino: ahí estaba toda la música del mundo, sobre todo toda la música
argentina del mundo, y lo único que me frenó fue mi siempre precaria economía.
En uno
de los discos de Jairo que compré, conociendo apenas los títulos de las canciones,
ya en Quito, me sorprendió sin haberlo buscado este bello poema de Rafael Amor:
Han pasado muchos años pero sigue
en mí,
Y le he empezado a comprender
Esas fugas suyas donde no
reconocí
La mordaza de querer.
Madre mía, sangre mía, de su amor
mamé
Y hasta me sorprendo
pareciéndome.
Mi silencio y su silencio van
buscándose,
Ser silencioso no es callar,
Con los años uno aprende a saber
decir
Toda el alma sin hablar.
Tallo arriba va la vida creciendo
feliz
Mientras uno va volviéndose raíz.
Otro regalo de Buenos Aires. Y me pregunto: ¿se puede
pedir más?
Lucrecia Maldonado
Quito, abril de 2011
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