Raro, en este mundo de pragmatismo a ultranza, de interés por la
ganancia más que por el servicio, de egocentrismo y falta de ideales.
Porque además no querían ser cualquier clase de maestros: querían ser
maestros rurales.
Las personas que vivimos en un aula, aunque no sea en el campo ni
esté sumida en la miseria, sabemos de lo que se trata cuando se vuelve
vocación: sabemos, para empezar, que sin humildad no se puede. En pocos
días se nos revela que, en un aula, quien más aprende es quien pretende
enseñar. Sabemos, para continuar, que las cifras, los datos, los
procedimientos y otros elementos del ramo no son lo fundamental, y
mientras las nuevas tecnologías nos quitan el lugar comprendemos que no
se trata tanto de impartir conocimientos como de modelar maneras de
estar en la vida, y que venimos a quitar seguridades, a derrumbar
creencias y cambiar la perspectiva de la mirada que mantiene a la
humanidad estática en muchas cosas, aunque parezca que por otras sendas
avanza demasiado rápido.
Querían ser maestros. En un país en donde el narco es la medida de
todas las cosas, optaron por la profesión menos reconocida, por la peor
pagada, por la que quita el sueño y en muchos sitios se instala en el
hambre y la preocupación.
Querían ser maestros, y como nos sucede a quienes escogimos esa
tarea, en seguida se dieron cuenta de que, en este mundo, pocas cosas
están en su lugar. Jóvenes, apasionados, idealistas, decidieron que
cambiarían aunque sea la pequeña parcela de realidad que le compete a
cada ser humano. No importa hoy si fue correcto o no. A la vuelta de la
esquina, los esperaba el horror. Y se dieron de manos a boca con él.
Hoy no sabemos dónde están, aunque lo sospechamos. Como buenos
maestros, su sacrificio cotidiano está abriendo los ojos del mundo ante
una realidad que la estulticia y la mojigatería pretendían esconder por
los siglos de los siglos. Por buscarlos a ellos, se descubre el espanto
de la tierra nutrida por su sangre. Como buenos maestros, hacen ver las
cosas como son y nos dan la precisa perspectiva de la textura del mundo
perfecto que nos mienten a todos.
Mientras se desentierran los secretos de las fosas alimentadas por un
horror más allá de toda comprensión, en silencio y sin aspavientos,
desde la tragedia de su desaparición, estos cuarenta y tres muchachos
mexicanos hacen lo que todo buen maestro pretende: abrir los ojos del
mundo a la realidad. Porque, aunque sea desde el martirio, querían ser
maestros, y lo lograron.
Gracias, Maestros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario