Una
de las primeras acciones del papa Benedicto XVI en su pontificado fue
la de ‘elevar’ la drogadicción al estatus de pecado. Como muchas cosas
que hacen los pontífices, supongo que pensó que con eso ya era
suficiente. Y debe estar durmiendo muy tranquilo respecto del tema,
mientras en el mundo la gente se sigue drogando (como sigue fornicando,
mintiendo y matando) sin el más mínimo recato. O sea, ahora drogarse ya
es pecado. Hurra.
En
el mundo legal, drogarse, vender droga, comprar droga siempre ha sido
pecado. Y un pecado gravísimo que, como todo pecado, trae grandes
réditos no necesariamente a los pecadores a pequeña escala, sino a
quienes medran de la debilidad humana ante las sustancias. La
penalización de las drogas, de su uso, de su producción y de su expendio
es, hoy por hoy, uno de los pilares que sostienen la economía mundial. Y
tal vez ese sea uno de los principales motivos por los cuales se la
mantiene aunque resulta evidente que tal penalización no ayuda para nada
a solucionar el gravísimo problema de la adicción a las drogas en
nuestro mundo y en nuestro tiempo.
Ahora
último, en nuestro país, ha comenzado a aplicarse una especie de ‘Ley
seca moderada’, con la intención de reducir las tasas de delito,
concretamente de homicidios, que van al alza. Se sigue pensando que la
calentura está en las sábanas. La culpa de los asesinatos no la tienen
la sobrevaloración del dinero ni la desvalorización y el irrespeto a la
vida humana (a cualquier clase de vida, diríamos), sino el alcohol. Ah,
ya. Si hubiéramos sabido eso antes, cuántas vidas se habrían salvado,
¿no? En cualquier borrachito de esquina se puede esconder un peligroso
asesino en serie, y así nos olvidamos del acertado proverbio de que, por
otro lado, ningún borracho come mierda.
El
discurso oficial respecto del tráfico de drogas sigue siendo el de la
penalización y el control como medida infalible. A las familias, a los
padres y a las madres se nos insta a espiar y revisar las pertenencias
de nuestros hijos y a establecer un estricto sistema legal de control.
No quiero con esto afirmar que esté mal que en los hogares haya normas
claras y consecuencias firmes ante ciertas conductas, pero eso no lo es
todo. Cuando se evidencia que un hijo o una hija por desgracia consumen
drogas, la primera pregunta/acusación que se hace es: “¿Y cómo lo
pudiste permitir?” “¿Por qué habrás perdido autoridad?”
En
esta misma línea, se insta a las autoridades de los colegios y a los
profesores (lo dije en una entrega anterior) a vigilar y controlar la
distribución y el consumo en las aulas, desconociendo por otro lado la
personalidad escurridiza y hábil de los adictos y de los ‘brujos’, que
con frecuencia son una misma persona. Se nos eleva a todos al rango de
detectives privados, tengamos o no las aptitudes para serlo. No podría
negar que muchas de las personas que están a favor de mantener la
penalización de la distribución y el consumo de drogas tienen buenísimas
intenciones y lo hacen de buena fe. Sin embargo, es precisamente en la
prohibición en donde se asienta el narcotráfico como una de las más
perversas y productivas industrias de nuestro tiempo.
Por
otro lado, y cuando el mundo tiene ya una edad que sobrepasa en mucho
la madurez, convendría que comprendiéramos que las prohibiciones, no en
todos, pero sí en muchos casos, lo único que logran es exacerbar el
deseo de probar y de hacer lo ‘prohibido’. Y el consumo de drogas es uno
de los ejemplos más patentes de esta realidad.
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