¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Quizá ellos fueran una solución después de todo.
[Konstantinos Kavafis]
La
drogadicción no es delito, por más que bajo sus efectos se cometa toda
clase de delitos. El consumo de drogas no es pecado aunque el último
Papa lo haya decidido así. La adicción es una enfermedad del alma. Y
como ha ocurrido con todas las pandemias que en el mundo han sido, es
una metáfora del ambiente en donde se produce. Y como toda enfermedad
de la mente y el espíritu, habla más de quienes se creen ‘sanos’ que de
los que se muestran enfermos.
Con
frecuencia, cuando en una familia se presenta un problema
psiquiátrico, si con el tratamiento adecuado esa persona comienza a
superarlo, otro miembro de la familia manifiesta síntomas, si no de lo
mismo, de algo similar. ¿Por qué? Porque el enfermo original no era más
que el síntoma de una patología familiar.
Quienes
conocen el tema dicen que la adicción nace de una falta de arquetipo
paterno. Surge entonces la idea de que en esta sociedad de súper mamás,
hedonismo más allá de cualquier lógica, consumismo irracional y
desarticulación familiar, de hecho, sin el arquetipo paterno, que es el
que a través del orden y la cultura pretende moderar la predominancia
del instinto y el desenfreno, no es extraño que esta enfermedad, en
otras épocas casi inexistente, ahora sea uno de los males más comunes y
‘emperrados’.
La
adicción también habla de dolor y de falta de fortaleza espiritual
para saber resistirlo. De una necesidad imperiosa de calmar un profundo
dolor interno. ¿Qué le duele al adicto? Le duele la vida. El
sinsentido. Los vacíos afectivos que se acarrean desde la infancia e
incluso los de generaciones anteriores. Con demasiada frecuencia, una
persona adicta quiere morir para ya no sentir. En un mundo que pretende
llenar la vida con objetos, sean estos un celular blackberry o un
balero del Chavo, el vacío del alma no tarda en hacerse sentir de
cualquier manera, y cuando no se pueden conseguir los objetos o cuando
descubrimos que los objetos no bastan y el vacío se vuelve intolerable,
entonces las sustancias que alteran los estados de conciencia pueden
resultar un buen sucedáneo para ayudarnos a seguir con la vida… o a
terminar con ella.
Pero
si vamos un poco más allá, el ‘pecado’ de la adicción, como muchos
pecados de herejía, habla también de búsqueda. Y en muchos casos habla
de una búsqueda espiritual, aunque sea con los procedimientos más
erróneos y las terribles consecuencias que conocemos. Ese intento de
comprobar si las supuestas verdades con que nos desmamantaron realmente
lo son. Y el dolor de descubrir que no es así.
Si
bien en el corto plazo la prevención y cierto tipo de control podrían
parecer soluciones válidas para esta enfermedad, me atrevería a afirmar
que la verdadera solución se dará a un plazo muy largo. Como a los
bárbaros de Kavafis, el mundo actual necesita de los adictos para
tener, por un lado, una excusa para armar aparatos represivos y
círculos de poder; y por otro lado los adictos son necesarios para
constituirse en el espejo de nuestro propio mundo vacío de significados
y de calidez.
La
verdadera vacuna contra esta epidemia consiste en la recuperación del
alma: del alma del mundo y de las almas de las personas. La pregunta
sería ¿cómo hacerlo? Más allá de las soluciones policiales y de la
inútil normativa religiosa, el trabajo espiritual que ya se aplica en
muchos procesos de rehabilitación y apoyo a adictos puede ser una
herramienta válida, por el momento, porque tal como está, cambiar el
mundo nos tomará milenios… aunque no se descarta que se lo pueda
hacer.
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