para Martín de León
Hoy, no sé,
Si es amor cada
canción
Que guarda el
corazón
Juanca
Tavera
Esta
historia, contrario a lo que se pudiera pensar, no ocurre en la vieja casa de
San Roque, sino en un sitio igual de entrañable: la vieja casa de San Juan,
como a un kilómetro de la otra. Esa era la casa de mis abuelos maternos, y de
mi mami. Había un patio que un tiempo fue de tierra, y luego de cemento. Mis primos trazaron allí, con tiza, una cancha de fútbol que después alguien
reforzó con pintura. En uno de los extremos de aquel patio había una piedra de
lavar, y mientras alguien siempre lavaba a mano la ropa de la familia todos los
niños jugábamos en el patio.
Corrían
mediados de la década de los 1960 y desde la ventana de la cocina sonaba una
radio portátil con algunas voces que poco a poco marcaban la memoria
sentimental de cada día: Roberto Ledesma y su famoso “esa maldita pared yo la
voy a romper algún día”, y otro, el inolvidable Alberto Podestá con sus
quinientos metros de “Percaaaaal, ¿te
acordás del percaaaaal?”, o Julio Sosa, homenajeado porque acababa de
fallecer, recreando “La Cumparsita”, “El Choclo” y el “Rencor” que inunda la existencia
de cualquier amante sufrido.
La
verdad, no sé si es que yo entendía bien lo que rezaban aquellas letras
provenientes de almas bastante atormentadas. Pero me encantaban y me conmovían
hasta lo más hondo. Había una, espeluznante: “¿Dónde estás, corazón? No oigo tu palpitar; es tan grande el dolor que
no puedo llorar. Yo quisiera llorar y no tengo más llanto. La quería yo tanto y
se fue para no retornar”. Esa letra, en particular, era para mí, no porque
nadie se me hubiera ido para no retornar, sino porque precisamente a mí se me
dificultaba mucho llorar por intensos que fueran mis sentimientos de cualquier
tipo, y desde la temprana edad de cuatro o cinco años ya me iba ganando una
fama de insensible que no veas.
De otra
cosa también me daba cuenta: había tangos y boleros. Y los boleros, por trágica
que fuera la historia que contaban – cantaban jamás alcanzaban el dramatismo y
la hondura de los tangos (con perdón de todos los boleristas que en el mundo
han sido).
Esa
música de infancia me marcó la vida, y fue de las cosas que comenzaron a cimentar la proverbial fama de
‘rara’ que tenía entre mis pares de generación, pues hasta que Joaquín Sabina apareció
con aquello de la frente marchita, yo era la única de mi grupo que escuchaba
tangos con verdadera devoción.
Y más, como
(quienes me siguen lo saben) desde niña ya tenía la manía de contarme
historias, mis historias se parecían mucho a letras de tango: muertes en la
flor de la edad, enfermedades incurables, amores contrariados… Y llanto, mucho
llanto, ese que yo no alcanzaba a concretar con la misma facilidad que mi mamá,
mis abuelas o mis tías.
Pasó el
tiempo. Tres de los cuatro abuelos se fueron para no retornar, llevándose
grandes trozos de mi corazón, aunque nadie me hubiera visto llorar como exige
la costumbre al uso (es tan grande el
dolor…). Y nosotros también nos fuimos a vivir al norte de la ciudad, al sector llamado "La Jipijapa", en
una casa sin patio de tierra, sino con jardín de retiro y dos pisos. Pero allí también
había un radio. Y dentro del radio también habitaban muchos tangos. No recuerdo
precisamente cuál era la emisora, pero durante todos mis años de secundaria y
primeros de universidad, me acompañaba durante las mañanas un adorable programa
llamado “Argentina y su música”. Era un programa como muchos sueñan que
deberían funcionar las radios: ninguna voz humana si no era para cantar, y para
cantar las músicas del patio de San Juan y de la casa de San Roque, reunidas en
una sola deliciosa hora: zambas, chacareras, milongas lentas y rápidas, y sobre
todo tangos a millares surgir. Nadie decía quién cantaba qué. Y no hacía falta.
Lo que estaba ahí, eternizándose sin darse cuenta, era la indefinible emoción de
ir comprendiendo cada vez más, junto con los dolores del crecimiento, después
de cada ausencia para siempre, de cada sueño roto, de cada lacerante
comprensión, de cada ilusión, de cada gratitud por ir sobreviviendo a los
embates… en fin, ir comprendiendo el profundo sentido de esas poéticas quejas.
Y también vino la información no solicitada: a algunos, como a Piero o a Los
Fronterizos, ya los conocía de antiguo; pero poco a poco me fui enterando por
ejemplo, que uno de los más alucinantes tangos se llamaba “Balada para un loco”
y lo cantaba Roberto Goyeneche, o que aquella voz de mujer que erizaba todos
los folículos pilosos del cuerpo pertenecía a una diosa de la música llamada Susana
Rinaldi… y así.
Había, en
particular, un tango que llegué a aprender de memoria en poco tiempo, y que
registré en un casete en cuanto la radio casetera llegó a nuestras
vidas. Comenzaba: “Nací en un barrio donde el lujo fue un albur…” y… ¿adivinan?
También hablaba de mí. De mi viejo de manos limpias y alma buena, del patio donde los primos trazaron la cancha de fútbol, de la dulce fiesta de las
cosas más sencillas y cosas así. La voz era de hombre, timbrada, varonil y sin
embargo tan conmovida como conmovedora. Y esa voz se repetía en otras letras,
siempre con un brillo particular y con pequeños requiebros que solamente aumentaban su
belleza. Me traspasaba el corazón, pero de buena manera, y ni siquiera sabía de
quién era, aunque a veces me daba por imaginar a un hombre moreno, de bellos
ojos negros detrás de las ondas del espacio radioeléctrico y el “scratch-scratch”
de huevos fritos en el desgastado acetato de los discos.
Para
contar lo que siguió tendría que escribir una autobiografía, y como son más de
treinta años, la verdad, me da pereza, así que ni siquiera lo voy a resumir.
(esta historia continuará...)
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