Ahora sé, recién ahora,
distinguir la aurora del atardecer
Juanca Tavera
Un día, cuando decidimos dejar de ser paciente y terapeuta, mi hermano del alma Pancho Prado me obsequió un disco del gran Pedro Aznar llamado Caja de música. Allí Pedro cantaba un poema de Borges titulado “Buenos Aires”, y lo acompañaba en el bandoneón, así como en el recitado de los versos del principio, Rubén Juárez. No le presté atención. La voz que declamaba “Y la ciudad ahora es como un plano de mis humillaciones y fracasos…” era la voz de un hombre mayor, ya un poco rasposa, aunque bastante potente, nada qué ver con nada conocido. Lo que sí llamaba la atención era ese bandoneón enloquecido que llenaba todo el espacio sonoro disponible con una violenta y alucinante pasión. Me estremeció, pero no lo suficiente como para ponerme a averiguar nada, porque además mi vida se enfilaba entonces hacia diversos despeñaderos de los que por ahora tampoco vale la pena hablar.
Algunos
años después, a fines de mayo de 2010, vi que mis amigos y conocidos tangueros
lloraban sin consuelo en las redes sociales por el fallecimiento de un tal
“Negro” Juárez. Vi las noticias, sin embargo, y más allá de los virtuales abrazos solidarios que suelo enviar a mis allegados cuando están sufriendo, no les presté
mucha atención. Según yo, ese señor era un gran músico, pero nada entrañable
para mí, como el Serrat, Susana Rinaldi, Mercedes Sosa, el mismo Pedro y otros
más conocidos y escuchados en mi entorno.
Hace
unos pocos días, ese gran cantor de tangos que es Martín De León vino a Quito y
me invitó a un pequeño show que daba en la Creperola del Patio de Comedias. Fui,
por ir, por cariño y también por nostalgia. Con Martín nos une como hilo
invisible el amor por otra maravillosa artista y persona rioplatense: Alicia Crest,
esa amiga que vivió ocho años en Quito y a la que todavía extraño con el alma.
Pero bueno, en fin, disfruté mucho del show y terminé llevándome un disco compacto que
inmediatamente puse en el radio del auto para acompañarme durante el camino de
regreso.
Mientras
pensaba con nostalgia en mi amiga al escuchar sus letras en la voz de Martín,
brotó de repente un vals tremendamente poético que me atacó directo al
hipotálamo: “Tiempo de madurez”, decía en la tapa del disco, letra Juanca
Tavera y música Rubén Juárez. Lo repetí sin cesar hasta llegar a la casa. Como ya
era tarde, me fui a dormir, pero al otro día me puse a googlear a Rubén
Juárez y vi al señor mayor que acompañaba a Pedro Aznar luciéndose con un
bandoneón blanco en ese genial programa que es Encuentro en el estudio. Luego busqué el “Tiempo de madurez” para
ver otras versiones aparte de la de Martín, y ahí fue cuando se dio el repentino viaje en el
tiempo: de golpe, entre los compases del vals, me vi en la casa de la
Jipijapa donde había ido a vivir a mis diez años, escuchando en “Argentina y su
música” aquella preciosa voz que creía perdida para siempre. Mi corazón mirando
al sur, me dije. La vida se enreda, se tuerce, nos lleva y nos trae, nos
sacude, nos vapulea y nos eleva, pero sobre todo cuando menos lo pensamos nos
conduce de regreso a eso que Armando Tejada Gómez llama “los viejos sitios donde
(se) amó la vida”. Así que él era Rubén Juárez. Y ya se había ido. Ni
siquiera había podido entristecerme. Ese “Tiempo de madurez” me
atacaba directo a las glándulas lacrimales, como nunca pasó en los años de San
Roque, ni en los de San Juan, ni en los de la Jipijapa. Me recorrí todo el
Youtube, atarantada de emoción por lo que iba recordando y reviviendo,
visité obnubilada la Wikipedia y cuantas páginas quisieran hablarme de él. Miré
las fotos de aquel hombre joven, moreno y de hermosos ojos oscuros, tal como yo
me lo imaginaba mientras las comprensiones me sacaban a trancos de la niñez. Y
miré las fotos y los videos de aquel hombre mayor, con un notorio sobrepeso y un aspecto muy
diferente al del joven, hasta que de repente sonreía, y sus ojos oscuros volvían
a ser la maravilla de simpatía y ternura que de seguro habían hecho que todos
sus amigos lo adoraran.
Rubén
Juárez querido, donde estés, me cantaste tanto en la adolescencia sin yo
saberlo. Adoré tu voz sin conocer tu nombre. Bailé a solas y a escondidas bajo
un cielo de estrellas ignorando que ese era el título del bello vals que le ponía alas a mi alma. Después te me
perdiste entre los recovecos de los años. Mi amiga tanguera se fue. La vida
hizo conmigo lo que quiso. No fui muy afortunada en el juego, y tampoco en el
amor. Tuve hijos. Llegó un nieto. Escribí libros. Enseñé a adolescentes a amar
la lectura y a ver el mundo por el lado del revés. Y sin saber, en una de esas
vueltas del camino, reapareciste de cuerpo entero, ahora sí con nombre y
apellido, a iluminar de nuevo mis días con el brillo de tu voz, con la dulzura
de tu sonrisa y la enorme ternura de tus bellísimos ojos oscuros, más allá de
la edad que hayas tenido cuando el gran misterio te arrebató de entre nosotros
con la brutalidad de siempre.
Y así te
recuperé, no importa cómo, solo para poder decir un "Gracias" a ti y a lo que sea que regule
los pasos del destino, gracias por la compañía de la voz,
de la música, y por las inevitables lágrimas que, en el tiempo de madurez, me
hacen ver que, al contrario de aquella niña tímida del viejo patio del barrio de San Juan, ahora por fin ya sé
dónde está mi corazón.
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