Éramos jóvenes. Casi adolescentes. Y estaba la música (ya
saben, no quisiera regresar a las historias de la vieja casa del barrio de San
Roque, pero a veces resulta inevitable, aunque no se preocupen, hoy no se
hará). Estaba la música como esa presencia sagrada, sin que importara qué, ni
quién, ni cómo. O bueno, siempre importaba, pero el gusto de los años universitarios
era más bien ecléctico. Para la emoción y el éxtasis daba lo mismo un concierto
de Brandeburgo, que la banda sonora de The Wall, o los poemas de Machado
musicalizados por Serrat. Tan solo dependía del momento.
Y fue en uno de esos momentos cuando apareció aquella
canción interpretada por una voz de hombre bastante juvenil. Y era de aquí, de
Ecuador. Una música que para nuestra magullada autoestima como país sonaba como
si fuera de otra parte. Así de buena se presentaba. La canción principal se llamaba
“¿Adónde vas?” y acumulaba magia por toneladas en medio de su sencillez.
Por aquel entonces yo era una muchacha que estudiaba para
ser profesora de literatura y que había ido saliendo despacio de la timidez
cuando lo que escribía comenzó a gustarle a gente entendida en el asunto. No
confraternizaba con la farándula y sufría por algunas de las mismas cosas que
sufro ahora. También me alegraba y me extasiaba con las mismas cosas con que lo
hago ahora, no se vaya a creer que era presa de algún extraño tipo de
masoquismo. Y en ese ánimo cambiante de los años de la adultez temprana, la
canción “¿Adónde vas?” marcaba un sendero, una dirección, exploraba un mundo
que iba más adentro y más allá de las protestas sociales y de las quejas de
amor no correspondido.
Eran tiempos de redefiniciones. Si bien íbamos acercándonos
a la mitad de la década ‘perdida’ de los ochenta, la música latinoamericana en
general eclosionaba en propuestas muy interesantes, por decir lo menos, y aquí
en Ecuador aparecían también: Promesas Temporales, Jaime Guevara, y por
supuesto el grupo Umbral, compuesto por Nelson García, Pancho Prado y Pedro
Pino, con la canción que mencioné.
La vida siguió, o yo seguí la vida. Las historias de
siempre: el trabajo, los amores, platónicos con más frecuencia de la deseada,
las dudas existenciales, y la literatura y la música cobijándolo todo para
volverlo llevadero y luminoso. Cada tanto, solía regresar a aquel casete en
donde entre dos chasquidos de teclas mal sincronizadas se esparcían los sonidos
de “¿Adónde vas?” acariciando el alma con la suave y a un tiempo tenaz
esperanza que rezuman sus palabras.
Vinieron luego las tormentas esperadas e inesperadas de la
existencia. Qué sabía yo entonces que una de esas tempestades me iba a conducir
a conocer, no como músico, sino como psicólogo, a Pancho Prado que, por
entonces, aparte de remendar almas laceradas y rasmilladas por los raspones del
desamor y otras cosas peores, se encontraba preparando su primer álbum como
cantautor solista. Qué sabía yo que el trabajo terapéutico me conduciría a
conocer a quién sería uno de los mejores amigos (por no decir el mejor) con que
la vida me ha podido regalar.
Pero eso está en el ámbito de lo privado. Y más allá de los
movimientos emocionales que poco interesan a las multitudes, está el contacto
con la música del dúo, o del grupo Umbral. Podría decir que también me honra
mucho la amistad de Nelson García y de Pedro Pino. Pero más allá de eso, ya lo
dije, está el talento, y no dentro de esa condescendiente frase que arropa el
“talento nacional” con más conmiseración que admiración, sino el talento de
verdad: el talento de quien pone cuidado y rigor a lo que hace, pero también lo
hace amorosamente para con la música, para consigo mismo y para con el público
que no se merece cualquier cosa para auparla con el pretexto de que es “talento
nacional”, sino que espera y requiere de un trabajo de primerísima calidad,
como es el trabajo que el pasado miércoles 28 de septiembre el grupo Umbral puso a
consideración del público.
El Umbral es el sitio de paso. El límite superior de la
sensibilidad. Y por él comenzamos a atravesar, casi sin saberlo, hace un cuarto
de siglo de la mano de un par de jóvenes inquietos y talentosos que se la
jugaron por el arte en un medio a veces un tanto hostil para cierto tipo de
manifestaciones creativas. Ahora siguen aquí, igual de inquietos, igual de
jóvenes (no es mentira ni ironía), igual de hermosos, igual de artistas e igual
de talentosos. Y no sé en el caso de otras personas, pero en el mío particular,
reviviendo con su arte y su genialidad lo que se pudo haber perdido de aquella
joven universitaria que atesoraba su canción más conocida porque marcaba el
rumbo de algún lugar seguro a donde ir sin miedo de perderse, ni de
encontrarse.
Gracias por eso, Pancho y Nelson. Gracias, grupo Umbral. Que
esta nueva puerta que se abre en estos días permanezca de par en par para su
talento y su arte.
(La foto es de Ricardo Centeno)
(La foto es de Ricardo Centeno)
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