lunes, 2 de abril de 2012

CORTESÍAS QUE SABEN A GROSERÍA


Suena mi teléfono celular. Una voz con acento colombiano (¿por qué será que, sean de donde sean, los vendedores telefónicos siempre tienen acento colombiano?) me avisa que por mi buen comportamiento con la tarjeta de crédito se me ha concedido, regalado, otorgado, en fin, una "cortesía" para pasar tres días y dos noches en un complejo, resort, algo así en las costas de mi país. Lo único que tengo que hacer es disponer de cuarenta y cinco minutos libres dentro de un horario determinado para ir a recoger esta "cortesía" y promocionarme el lugar en donde se realizará.
Incauta e ingenua como soy (como era) hago la cita y voy al lugar. Resulta sospechosa, desde el principio, la excesiva amabilidad de quienes me atienden, y su insistencia un poco enfermiza en que esté ahí a la hora y el día convenidos. Incluso me reservan un lugar en el estacionamiento. Pregunto, porque sé de que van estas cosas, si me van a tratar de vender un tiempo compartido, y advierto que no tengo dinero para comprarlo y que no me interesa. Me aseguran que no, que cómo cree, esto es algo diferente.
El día de la cita me recuerdan con varias llamadas mañaneras que ese día es la cita, que está reservado mi parqueadero, y más o menos media hora antes del encuentro las llamadas de celular se acumulan como las de una novia que ha sido plantada más de cincuenta veces y quiere asegurarse de  que no le volverá a pasar.
Cuando llego lo primero que me requieren es mi cédula y mi tarjeta de crédito. Tengo cosas que hacer y me han anunciado cuarenta y cinco minutos (no más) de conversación. Vuelvo a preguntar si me intentarán vender un tiempo compartido, la respuesta es un rotundo NO. Un rato después me presentan a la persona que se encargará de atenderme. Inquiere, con una curiosidad a la que no estoy acostumbrada, sobre la frecuencia y el destino de mis viajes. Me presenta el sitio en donde se efectuará la "cortesía" y todos sus beneficios. También comienza a relatarme acerca de la conveniencia de adquirir una membresía, recalcando que no se trata de un tiempo compartido. Luego me habla de otros sitios en los cuales también podré ir a vacacionar si compro esta y otras membresías de diferente pedigrí.
Algo en mí comienza a elucubrar: tiene ojos de gato, patas de gato, orejas de gato, cola de gato, cerebro de gato, pero no es un gato... ¿Qué es, entonces? Adivinaron: ¡un tiempo compartido!
Todo esto está construido a base de perversas manipulaciones psicológicas: ¿qué ciudad ha soñado conocer? París. Estamos en París, con tales hoteles y en tales lugares, y solamenten por (poner aquí un precio exorbitante disfrazado de ganga). ¿A qué ciudad le gustaría regresar? A Buenos Aires. Estamos en Buenos Aires con un hotel de cuatro estrellas que, si adquiere una membresía le saldrá por el precio de dos: setecientos dólares por noche...
Como me niego rotundamente a comprar, llueven extorsiones disfrazadas de ofertas. Miro el reloj: los cuarenta y cinco minutos se han convertido en noventa. ¿Puedo retirar mi certificado e irme? Pero por qué te quieres ir (no sé qué rato comenzaron con el tuteo)... tengo una propuesta interesantísima para hacerte, con esto no me vas a poder decir que no. Les digo que, aunque esta"cortesía-extorsión" se basa en un supuesto buen comportamiento crediticio, mi tarjeta ha estado boletinada durante diez meses (y es verdad). Me dicen que no importa. Lo que imporrta es que ha vuelto a estar activa. En eso consiste el buen comportamiento.
Me pongo seria. Ellos me hablan de todo lo que estoy perdiendo y me acuerdo de la canción de Serrat: "No hay nada más bellooo que lo que nunca he tenidooo..." No lo quiero. He vivido cincuenta años así y no creo que tener reservado por si acaso un lugar en algún hotel de Dubai haga la diferencia.
Me empecino en que no voy a comprar el tiempo compartido que no es un tiempo compartido y que jamás iban a intentar venderme. Se frustran. El nivel de amabilidad se reduce a cero. Me entregan la cortesía gratuita que en realidad, si la hago efectiva, requiere el pago de ochenta y cinco dólares de impuestos. Me hacen salir por una puerta posterior que da directo a los ascensores y la escalera. Me laten las sienes. Los cuarenta y cinco minutos duraron más de dos horas. Tuve que cancelar todas mis otras actividades.
Mientras voy hacia el estacionamiento, algunas preguntas me siguen acosando: ¿tienen derecho los operarios de mi tarjeta de crédito a proporcionar mis datos así como así? ¿hasta qué punto es legítima la presión psicológica agresiva para conseguir una venta? ¿hay algo (una ley, algún concepto, un arma) que nos proteja a los ciudadanos comunes de este tipo de "cortesías" que son de lo más grosero e invasivo que existe?

No me ha pasado solo a mí: