viernes, 18 de octubre de 2019

LA PAZ


¿Qué es la paz para los que dicen querer la paz?

En primer lugar, es NO PROTESTAR. Sobre todo si eres trabajador, indio, mujer o pobre. Un rico, empresario, mestizo más o menos blanquiñoso y cargado de testosterona puede protestar. Puede incluso hacerlo en tono airado, y amenazar con incendiar real o metafóricamente una ciudad si no se cede a sus caprichos o peticiones. Nadie le va a decir que 'hay modos de protestar'. Pero si se agrupan unos cuantos indígenas y cruzan un árbol en una carretera, entonces sí les recuerdan: 'hay modos de protestar', como dando a entender que es a ellos a quienes les toca humillarse, suplicar, decir por favor y gracias y aun así irse sin recibir a cambio más que promesas huecas y ofertas de diálogo que casi siempre terminan en traición, agradeciendo con venias y genuflexiones que se les haya concedido la gracia de permitirles expresarse diez minutos o menos, igualados, indios alzados que no saben cómo se debe tratar al amopatrongrandesumercé.

La paz también podría ser un sinónimo de AGUANTAR. Como mártires. Y sin quejarse. Ahí está la verdadera valentía, en aceptar las cosas mansamente. Después de todo, tienen que ocupar su lugar y saber que en ciertos ámbitos se tiene que imponer la razón por la fuerza y no primar la fuerza de la razón. Por algo los ejércitos tienen armas y no solo disuasivas, sino también letales. Y por si no se han dado cuenta la guerra no es contra el enemigo de fuera, con quien se han perdido batallas y hasta escaramuzas cada vez que ha habido, sino contra el desarmado de dentro, contra quienes el triunfo resulta más seguro. Por favor, compréndanlo. Los que llevan las de morir son ustedes, por eso es preferible que no perturben la paz.

Es claro que la paz siempre se debe pedir al inferior, no necesariamente en sentido numérico. Al inferior... bueno, ustedes entienden. Al pobre, al desarmado, al que no tiene capacidad de soborno ni de disparo. Ese es el que tiene la obligación de mantener la paz. El pseudo robocop que destroza cráneos a toletazos y saca ojos con bombas lacrimógenas disparadas a la cara no tiene la obligación de preservarla. Hace su trabajo. La paz hay que pedirle al muerto de hambre y desesperación que en medio de su miseria y su desaliento debe guardar la compostura y protestar de otro modo, más civilizado, porque después de todo los adoquines con que pretenden defenderse del ataque con armas letales cuestan dinero, eso tienen que entenderlo y no propiciar semejante destrucción de bienes públicos ante su pobre vida desechable de condenado de la tierra.

La PAZ, así, con mayúsculas, mis queridos miserables, es ponerse del lado de los que ganan, de los que mandan, de los que tienen tu vida en sus manos. La otra paz, esa que se pretende basar en la justicia, en la equidad y en la solidaridad que también toma en cuenta a los que menos tienen para el reparto de los bienes de la tierra es de tontos, soñadores e idealistas. ¿No ven cómo han acabado todos? Hasta ese Jesús de improbable existencia al que le rezan los 'pacíficos': humillado, torturado, crucificado. Y así todos: fusilados, exlcuidos, calumniados, acribillados en la puerta del edificio donde vivían, acusados de corrupción sin que nadie los defienda, no porque las acusaciones sean justas, sino porque quienes las hacen se imponen por la fuerza del terror o la compra de conciencias. Porque quienes en este momento se abanderan con la paz, como en todo lo demás, defienden SU paz, su tranquilidad y su derecho a ella, y allá el resto, que sobrevivan como puedan, y sin chistar, que ya se hace bastante con dejarles vivir.

La violencia no lleva a ninguna parte, dicen. Sobre todo la de los otros. La de ellos es la justa reacción que devuelve un disparo a quemarropa con arma de fuego como respuesta a un guijarro lanzado con una cata de niño desde una esquina. Y sus pequeños lacayos les hacen de corifeos, y se adueñan de la protesta del hambre que guarda el cacerolazo para armar tremendas discusiones, diciendo que 'yi tiquí mi kicirili pir li piz, ni sí ti...' porque en realidad ni a eso tienen derecho los que osan querer un mundo menos desigual, en donde la verdadera paz no sea solo una montaña de paños tibios y el silencio de los oprimidos, sino el producto de una real transformación del alma y la consciencia de la gente.

miércoles, 16 de octubre de 2019

LA BATA BLANCA


En medio del caos, superando el miedo, se activaron los chicos y las chicas de la bata blanca. Descubrieron el sentido de la carrera que han escogido. Entendieron (o tal vez simplemente reafirmaron) el tono de la palabra vocación. 

No se sabe si venían de familias pudientes o carentes. No se sabe si durante el paro sus padres despotricaron contra los indígenas, contra los policías, contra Correa, contra Moreno o contra el hijo o la hija que arriesgaba su vida quién sabe por qué desconocidos que posiblemente ni siquiera le iban a agradecer. No se conoce su bandera política, incluso no se sabe si la tenían.
Solo se sabe que vinieron a ayudar desde las dos más tradicionales universidades quiteñas. Que comenzaron por consolar niños asustados haciéndoles jugar y contándoles cuentos, por tranquilizar a madres angustiadas, por decir palabras que no supieran a gas ni a muerte. Y luego ya vino la parte más complicada: coser heridas, atender contusiones, entablillar huesos, despejar asfixias, reanimar corazones detenidos, mirarse a la cara, negar con la cabeza, cerrar ojos, taponar con algodón narices que no volverían a probar la frescura del aire, decirle a la gente que su compañero o compañera de vida, su hermano, su padre, su hijo no volverían más. Quizás enfrentar la muerte violenta por primera vez. Tal vez, en un minuto libre buscar un baño, un rincón apartado y solo llorar un poco para descargar la angustia, pero ni siquiera tanto porque había muchas cosas que hacer.
Son lindas las batas blancas cuando se colocan sobre hombros solidarios, cuando se rasgan para convertirse en banderas de paz, en vendas, en apósitos. Son estremecedoras cuando se empapan de sangre porque también vejaron y arrastraron por el suelo a quien la llevaba. Son dulces cuando se convierten en envoltorio o pañal de bebé. Duras, trágicas y angustiosas cuando se vuelven mortaja.
Días de voluntariado en un campo de guerra. Noches agazapados esperando el brutal ataque con bombas lacrimógenas, perdigones y armas fragmentarias que hacían esquirlas por todas partes. Llantos de niños, gritos de madres, maldiciones de hombres, ayes de los heridos. Y entre todos ellos, las batas blancas como gaviotas y verdaderas palomas de la paz revoloteando de aquí para allá en la repartición del bálsamo de la solidaridad y el verdadero amor al prójimo más necesitado y vulnerable.
Pero nada más conmovedor que cuando, ante la inminencia de un nuevo y más sangriento ataque, las batas blancas y las mascarillas (no antigás, por si acaso, las simples mascarillas de farmacia de barrio que eran todo lo que tenían) se convirtieron en armas disuasivas, en ese escudo humano de jóvenes de la mano que acordonó las universidades convertidas en centros de refugio y zona de paz, dispuestos a poner el cuerpo, si era necesario, haciéndonos entender que los ángeles de la guarda sí existen, así, inermes y desprotegidos, sin alas, sin aureola ni coronita dorada, tan solo con su bata blanca, su humilde mascarilla, y sus corazones de oro y maravilla latiendo al unísono al enfrentar la prepotente cobardía, la estulticia y la traición.