jueves, 6 de octubre de 2016

la (mi) recuperación de rubén juárez (II)



Ahora sé, recién ahora,
distinguir la aurora del atardecer
Juanca Tavera

Un día, cuando decidimos dejar de ser paciente y terapeuta, mi hermano del alma Pancho Prado me obsequió un disco del gran Pedro Aznar llamado Caja de música. Allí Pedro cantaba un poema de Borges titulado “Buenos Aires”, y lo acompañaba en el bandoneón, así como en el recitado de los versos del principio, Rubén Juárez. No le presté atención. La voz que declamaba “Y la ciudad ahora es como un plano de mis humillaciones y fracasos…” era la voz de un hombre mayor, ya un poco rasposa, aunque bastante potente, nada qué ver con nada conocido. Lo que sí llamaba la atención era ese bandoneón enloquecido que llenaba todo el espacio sonoro disponible con una violenta y alucinante pasión. Me estremeció, pero no lo suficiente como para ponerme a averiguar nada, porque además mi vida se enfilaba entonces hacia diversos despeñaderos de los que por ahora tampoco vale la pena hablar.
Algunos años después, a fines de mayo de 2010, vi que mis amigos y conocidos tangueros lloraban sin consuelo en las redes sociales por el fallecimiento de un tal “Negro” Juárez. Vi las noticias, sin embargo, y más allá de los virtuales abrazos solidarios que suelo enviar a mis allegados cuando están sufriendo, no les presté mucha atención. Según yo, ese señor era un gran músico, pero nada entrañable para mí, como el Serrat, Susana Rinaldi, Mercedes Sosa, el mismo Pedro y otros más conocidos y escuchados en mi entorno.
Hace unos pocos días, ese gran cantor de tangos que es Martín De León vino a Quito y me invitó a un pequeño show que daba en la Creperola del Patio de Comedias. Fui, por ir, por cariño y también por nostalgia. Con Martín nos une como hilo invisible el amor por otra maravillosa artista y persona rioplatense: Alicia Crest, esa amiga que vivió ocho años en Quito y a la que todavía extraño con el alma. Pero bueno, en fin, disfruté mucho del show y  terminé llevándome un disco compacto que inmediatamente puse en el radio del auto para acompañarme durante el camino de regreso.
Mientras pensaba con nostalgia en mi amiga al escuchar sus letras en la voz de Martín, brotó de repente un vals tremendamente poético que me atacó directo al hipotálamo: “Tiempo de madurez”, decía en la tapa del disco, letra Juanca Tavera y música Rubén Juárez. Lo repetí sin cesar hasta llegar a la casa. Como ya era tarde, me fui a dormir, pero al otro día me puse a googlear a Rubén Juárez y vi al señor mayor que acompañaba a Pedro Aznar luciéndose con un bandoneón blanco en ese genial programa que es Encuentro en el estudio. Luego busqué el “Tiempo de madurez” para ver otras versiones aparte de la de Martín, y ahí fue cuando se dio el repentino viaje en el tiempo: de golpe, entre los compases del vals, me vi en la casa de la Jipijapa donde había ido a vivir a mis diez años, escuchando en “Argentina y su música” aquella preciosa voz que creía perdida para siempre. Mi corazón mirando al sur, me dije. La vida se enreda, se tuerce, nos lleva y nos trae, nos sacude, nos vapulea y nos eleva, pero sobre todo cuando menos lo pensamos nos conduce de regreso a eso que Armando Tejada Gómez llama “los viejos sitios donde (se) amó la vida”. Así que él era Rubén Juárez. Y ya se había ido. Ni siquiera había podido entristecerme. Ese “Tiempo de madurez” me atacaba directo a las glándulas lacrimales, como nunca pasó en los años de San Roque, ni en los de San Juan, ni en los de la Jipijapa. Me recorrí todo el Youtube, atarantada de emoción por lo que iba recordando y reviviendo, visité obnubilada la Wikipedia y cuantas páginas quisieran hablarme de él. Miré las fotos de aquel hombre joven, moreno y de hermosos ojos oscuros, tal como yo me lo imaginaba mientras las comprensiones me sacaban a trancos de la niñez. Y miré las fotos y los videos de aquel hombre mayor, con un notorio sobrepeso y un aspecto muy diferente al del joven, hasta que de repente sonreía, y sus ojos oscuros volvían a ser la maravilla de simpatía y ternura que de seguro habían hecho que todos sus amigos lo adoraran.
Rubén Juárez querido, donde estés, me cantaste tanto en la adolescencia sin yo saberlo. Adoré tu voz sin conocer tu nombre. Bailé a solas y a escondidas bajo un cielo de estrellas ignorando que ese era el título del bello vals  que le ponía alas a mi alma. Después te me perdiste entre los recovecos de los años. Mi amiga tanguera se fue. La vida hizo conmigo lo que quiso. No fui muy afortunada en el juego, y tampoco en el amor. Tuve hijos. Llegó un nieto. Escribí libros. Enseñé a adolescentes a amar la lectura y a ver el mundo por el lado del revés. Y sin saber, en una de esas vueltas del camino, reapareciste de cuerpo entero, ahora sí con nombre y apellido, a iluminar de nuevo mis días con el brillo de tu voz, con la dulzura de tu sonrisa y la enorme ternura de tus bellísimos ojos oscuros, más allá de la edad que hayas tenido cuando el gran misterio te arrebató de entre nosotros con la brutalidad de siempre.
Y así te recuperé, no importa cómo, solo para poder decir un "Gracias" a ti y a lo que sea que regule los pasos del destino, gracias por la compañía de la voz, de la música, y por las inevitables lágrimas que, en el tiempo de madurez, me hacen ver que, al contrario de aquella niña tímida del viejo patio del barrio de San Juan, ahora por fin ya sé dónde está mi corazón.

la (mi) recuperación de rubén juárez (I)




para Martín de León
Hoy, no sé,
Si es amor cada canción
Que guarda el corazón
Juanca Tavera

Esta historia, contrario a lo que se pudiera pensar, no ocurre en la vieja casa de San Roque, sino en un sitio igual de entrañable: la vieja casa de San Juan, como a un kilómetro de la otra. Esa era la casa de mis abuelos maternos, y de mi mami. Había un patio que un tiempo fue de tierra, y luego de cemento. Mis primos trazaron allí, con tiza, una cancha de fútbol que después alguien reforzó con pintura. En uno de los extremos de aquel patio había una piedra de lavar, y mientras alguien siempre lavaba a mano la ropa de la familia todos los niños jugábamos en el patio.
Corrían mediados de la década de los 1960 y desde la ventana de la cocina sonaba una radio portátil con algunas voces que poco a poco marcaban la memoria sentimental de cada día: Roberto Ledesma y su famoso “esa maldita pared yo la voy a romper algún día”, y otro, el inolvidable Alberto Podestá con sus quinientos metros de “Percaaaaal, ¿te acordás del percaaaaal?”, o Julio Sosa, homenajeado porque acababa de fallecer, recreando “La Cumparsita”, “El Choclo” y el “Rencor” que inunda la existencia de cualquier amante sufrido.
La verdad, no sé si es que yo entendía bien lo que rezaban aquellas letras provenientes de almas bastante atormentadas. Pero me encantaban y me conmovían hasta lo más hondo. Había una, espeluznante: “¿Dónde estás, corazón? No oigo tu palpitar; es tan grande el dolor que no puedo llorar. Yo quisiera llorar y no tengo más llanto. La quería yo tanto y se fue para no retornar”. Esa letra, en particular, era para mí, no porque nadie se me hubiera ido para no retornar, sino porque precisamente a mí se me dificultaba mucho llorar por intensos que fueran mis sentimientos de cualquier tipo, y desde la temprana edad de cuatro o cinco años ya me iba ganando una fama de insensible que no veas.
De otra cosa también me daba cuenta: había tangos y boleros. Y los boleros, por trágica que fuera la historia que contaban – cantaban jamás alcanzaban el dramatismo y la hondura de los tangos (con perdón de todos los boleristas que en el mundo han sido).
Esa música de infancia me marcó la vida, y fue de las cosas que comenzaron a cimentar la proverbial fama de ‘rara’ que tenía entre mis pares de generación, pues hasta que Joaquín Sabina apareció con aquello de la frente marchita, yo era la única de mi grupo que escuchaba tangos con verdadera devoción.
Y más, como (quienes me siguen lo saben) desde niña ya tenía la manía de contarme historias, mis historias se parecían mucho a letras de tango: muertes en la flor de la edad, enfermedades incurables, amores contrariados… Y llanto, mucho llanto, ese que yo no alcanzaba a concretar con la misma facilidad que mi mamá, mis abuelas o mis tías.
Pasó el tiempo. Tres de los cuatro abuelos se fueron para no retornar, llevándose grandes trozos de mi corazón, aunque nadie me hubiera visto llorar como exige la costumbre al uso (es tan grande el dolor…). Y nosotros también nos fuimos a vivir al norte de la ciudad, al sector llamado "La Jipijapa", en una casa sin patio de tierra, sino con jardín de retiro y dos pisos. Pero allí también había un radio. Y dentro del radio también habitaban muchos tangos. No recuerdo precisamente cuál era la emisora, pero durante todos mis años de secundaria y primeros de universidad, me acompañaba durante las mañanas un adorable programa llamado “Argentina y su música”. Era un programa como muchos sueñan que deberían funcionar las radios: ninguna voz humana si no era para cantar, y para cantar las músicas del patio de San Juan y de la casa de San Roque, reunidas en una sola deliciosa hora: zambas, chacareras, milongas lentas y rápidas, y sobre todo tangos a millares surgir. Nadie decía quién cantaba qué. Y no hacía falta. Lo que estaba ahí, eternizándose sin darse cuenta, era la indefinible emoción de ir comprendiendo cada vez más, junto con los dolores del crecimiento, después de cada ausencia para siempre, de cada sueño roto, de cada lacerante comprensión, de cada ilusión, de cada gratitud por ir sobreviviendo a los embates… en fin, ir comprendiendo el profundo sentido de esas poéticas quejas. Y también vino la información no solicitada: a algunos, como a Piero o a Los Fronterizos, ya los conocía de antiguo; pero poco a poco me fui enterando por ejemplo, que uno de los más alucinantes tangos se llamaba “Balada para un loco” y lo cantaba Roberto Goyeneche, o que aquella voz de mujer que erizaba todos los folículos pilosos del cuerpo pertenecía a una diosa de la música llamada Susana Rinaldi… y así.
Había, en particular, un tango que llegué a aprender de memoria en poco tiempo, y que registré  en un casete en cuanto la radio casetera llegó a nuestras vidas. Comenzaba: “Nací en un barrio donde el lujo fue un albur…” y… ¿adivinan? También hablaba de mí. De mi viejo de manos limpias y alma buena, del patio donde los primos trazaron la cancha de fútbol, de la dulce fiesta de las cosas más sencillas y cosas así. La voz era de hombre, timbrada, varonil y sin embargo tan conmovida como conmovedora. Y esa voz se repetía en otras letras, siempre con un brillo particular y con pequeños requiebros que solamente aumentaban su belleza. Me traspasaba el corazón, pero de buena manera, y ni siquiera sabía de quién era, aunque a veces me daba por imaginar a un hombre moreno, de bellos ojos negros detrás de las ondas del espacio radioeléctrico y el “scratch-scratch” de huevos fritos en el desgastado acetato de los discos.
Para contar lo que siguió tendría que escribir una autobiografía, y como son más de treinta años, la verdad, me da pereza, así que ni siquiera lo voy a resumir. 
(esta historia continuará...) 

domingo, 2 de octubre de 2016

un sitio seguro adonde ir



Éramos jóvenes. Casi adolescentes. Y estaba la música (ya saben, no quisiera regresar a las historias de la vieja casa del barrio de San Roque, pero a veces resulta inevitable, aunque no se preocupen, hoy no se hará). Estaba la música como esa presencia sagrada, sin que importara qué, ni quién, ni cómo. O bueno, siempre importaba, pero el gusto de los años universitarios era más bien ecléctico. Para la emoción y el éxtasis daba lo mismo un concierto de Brandeburgo, que la banda sonora de The Wall, o los poemas de Machado musicalizados por Serrat. Tan solo dependía del momento.
Y fue en uno de esos momentos cuando apareció aquella canción interpretada por una voz de hombre bastante juvenil. Y era de aquí, de Ecuador. Una música que para nuestra magullada autoestima como país sonaba como si fuera de otra parte. Así de buena se presentaba. La canción principal se llamaba “¿Adónde vas?” y acumulaba magia por toneladas en medio de su sencillez.
Por aquel entonces yo era una muchacha que estudiaba para ser profesora de literatura y que había ido saliendo despacio de la timidez cuando lo que escribía comenzó a gustarle a gente entendida en el asunto. No confraternizaba con la farándula y sufría por algunas de las mismas cosas que sufro ahora. También me alegraba y me extasiaba con las mismas cosas con que lo hago ahora, no se vaya a creer que era presa de algún extraño tipo de masoquismo. Y en ese ánimo cambiante de los años de la adultez temprana, la canción “¿Adónde vas?” marcaba un sendero, una dirección, exploraba un mundo que iba más adentro y más allá de las protestas sociales y de las quejas de amor no correspondido.
Eran tiempos de redefiniciones. Si bien íbamos acercándonos a la mitad de la década ‘perdida’ de los ochenta, la música latinoamericana en general eclosionaba en propuestas muy interesantes, por decir lo menos, y aquí en Ecuador aparecían también: Promesas Temporales, Jaime Guevara, y por supuesto el grupo Umbral, compuesto por Nelson García, Pancho Prado y Pedro Pino, con la canción que mencioné.
La vida siguió, o yo seguí la vida. Las historias de siempre: el trabajo, los amores, platónicos con más frecuencia de la deseada, las dudas existenciales, y la literatura y la música cobijándolo todo para volverlo llevadero y luminoso. Cada tanto, solía regresar a aquel casete en donde entre dos chasquidos de teclas mal sincronizadas se esparcían los sonidos de “¿Adónde vas?” acariciando el alma con la suave y a un tiempo tenaz esperanza que rezuman sus palabras.
Vinieron luego las tormentas esperadas e inesperadas de la existencia. Qué sabía yo entonces que una de esas tempestades me iba a conducir a conocer, no como músico, sino como psicólogo, a Pancho Prado que, por entonces, aparte de remendar almas laceradas y rasmilladas por los raspones del desamor y otras cosas peores, se encontraba preparando su primer álbum como cantautor solista. Qué sabía yo que el trabajo terapéutico me conduciría a conocer a quién sería uno de los mejores amigos (por no decir el mejor) con que la vida me ha podido regalar.
Pero eso está en el ámbito de lo privado. Y más allá de los movimientos emocionales que poco interesan a las multitudes, está el contacto con la música del dúo, o del grupo Umbral. Podría decir que también me honra mucho la amistad de Nelson García y de Pedro Pino. Pero más allá de eso, ya lo dije, está el talento, y no dentro de esa condescendiente frase que arropa el “talento nacional” con más conmiseración que admiración, sino el talento de verdad: el talento de quien pone cuidado y rigor a lo que hace, pero también lo hace amorosamente para con la música, para consigo mismo y para con el público que no se merece cualquier cosa para auparla con el pretexto de que es “talento nacional”, sino que espera y requiere de un trabajo de primerísima calidad, como es el trabajo que el pasado miércoles 28 de septiembre el grupo Umbral puso a consideración del público.
El Umbral es el sitio de paso. El límite superior de la sensibilidad. Y por él comenzamos a atravesar, casi sin saberlo, hace un cuarto de siglo de la mano de un par de jóvenes inquietos y talentosos que se la jugaron por el arte en un medio a veces un tanto hostil para cierto tipo de manifestaciones creativas. Ahora siguen aquí, igual de inquietos, igual de jóvenes (no es mentira ni ironía), igual de hermosos, igual de artistas e igual de talentosos. Y no sé en el caso de otras personas, pero en el mío particular, reviviendo con su arte y su genialidad lo que se pudo haber perdido de aquella joven universitaria que atesoraba su canción más conocida porque marcaba el rumbo de algún lugar seguro a donde ir sin miedo de perderse, ni de encontrarse.
Gracias por eso, Pancho y Nelson. Gracias, grupo Umbral. Que esta nueva puerta que se abre en estos días permanezca de par en par para su talento y su arte.

(La foto es de Ricardo Centeno)