viernes, 14 de noviembre de 2014

QUERÍAN SER MAESTROS


Raro, en este mundo de pragmatismo a ultranza, de interés por la ganancia más que por el servicio, de egocentrismo y falta de ideales. Porque además no querían ser cualquier clase de maestros: querían ser maestros rurales.
Las personas que vivimos en un aula, aunque no sea en el campo ni esté sumida en la miseria, sabemos de lo que se trata cuando se vuelve vocación: sabemos, para empezar, que sin humildad no se puede. En pocos días se nos revela que, en un aula, quien más aprende es quien pretende enseñar. Sabemos, para continuar, que las cifras, los datos, los procedimientos y otros elementos del ramo no son lo fundamental, y mientras las nuevas tecnologías nos quitan el lugar comprendemos que no se trata tanto de impartir conocimientos como de modelar maneras de estar en la vida, y que venimos a quitar seguridades, a derrumbar creencias y cambiar la perspectiva de la mirada que mantiene a la humanidad estática en muchas cosas, aunque parezca que por otras sendas avanza demasiado rápido.
Querían ser maestros. En un país en donde el narco es la medida de todas las cosas, optaron por la profesión menos reconocida, por la peor pagada, por la que quita el sueño y en muchos sitios se instala en el hambre y la preocupación.
Querían ser maestros, y como nos sucede a quienes escogimos esa tarea, en seguida se dieron cuenta de que, en este mundo, pocas cosas están en su lugar. Jóvenes, apasionados, idealistas, decidieron que cambiarían aunque sea la pequeña parcela de realidad que le compete a cada ser humano. No importa hoy si fue correcto o no. A la vuelta de la esquina, los esperaba el horror. Y se dieron de manos a boca con él.  
Hoy no sabemos dónde están, aunque lo sospechamos. Como buenos maestros, su sacrificio cotidiano está abriendo los ojos del mundo ante una realidad que la estulticia y la mojigatería pretendían esconder por los siglos de los siglos. Por buscarlos a ellos, se descubre el espanto de la tierra nutrida por su sangre. Como buenos maestros, hacen ver las cosas como son y nos dan la precisa perspectiva de la textura del mundo perfecto que nos mienten a todos.
Mientras se desentierran los secretos de las fosas alimentadas por un horror más allá de toda comprensión, en silencio y sin aspavientos, desde la tragedia de su desaparición, estos cuarenta y tres muchachos mexicanos hacen lo que todo buen maestro pretende: abrir los ojos del mundo a la realidad. Porque, aunque sea desde el martirio, querían ser maestros, y lo lograron.
Gracias, Maestros.