jueves, 21 de abril de 2022

LA DESGRACIA DE NO LLAMARSE CARLOS VERA

La noche del 1 de febrero de este año, solo un día después del aluvión que costó 28 vidas en la zona de la Comuna de Santa Clara, la joven periodista de 29 años de edad, Johana Gabriela Guayguacundo Tingo, fue asesinada por su ex pareja. Había salido de su trabajo como colaboradora del medio digital Hoja de Ruta y se había dirigido hacia su casa, situada en el sector de Carapungo o Calderón, en bus, claro, como se transporta mucha gente en esta ciudad. Al llegar a la parada, su victimario la aguardaba. Un día después su cuerpo sin vida fue encontrado, con signos de brutal maltrato, en una zanja de la zona.

Johanna había fundado un colectivo de jóvenes comunicadores inquietos por la situación del país y por el cuestionable papel que muchos medios de comunicación ejercen en nuestra sociedad: Wambra Sapo se llama este grupo, que trata de refrescar y redefinir el papel mediático en nuestra ciudad. Era una joven alegre, divertida, servicial y con un gran sentido del humor. Pero también era una muchacha brillante, ingeniosa y proactiva en lo que hacía.

Más allá de su trabajo, de su límpida sonrisa y de su alegría contagiosa, Johanna vivía un horrendo drama personal: el maltrato de género por parte de un hombre posesivo, celoso y violento. Por ese motivo, portaba una boleta de auxilio que, irónicamente, no sirvió para evitar el fatal desenlace de su vida, como suele suceder, además.

A Johanna, lamentablemente, no se le ocurrió, dada su condición de periodista (que parece ser, para algunos, una prebenda que abre todas las puertas, incluidas las de la ‘vacunación VIP’, el trabajo en el Servicio Exterior para agnados y cognados, y hasta la protección policial personalizada ‘por si acaso’), no se le ocurrió grabar un video solicitando a la en ese entonces Ministra de Gobierno, Alexandra Vela, y habida cuenta de su particular situación, la protección de un vehículo para que escoltara el bus que tomaba todas las noches para regresar a su hogar. O mejor: un vehículo nuevo, con buena luz, aire acondicionado y radio con bluetooth que la transportara de puerta a puerta del trabajo a la casa y viceversa, y que alguien en ese transporte vigilara durante veinticuatro horas, los siete días de la semana, además, que por el camino cotidiano de Johanna no anduviera el temido lobo feroz que finalmente terminó con su existencia. Y bien que le hubiera venido de perlas semejante servicio, pues sobre ella sí pesaba una real amenaza de muerte, como tristemente quedó demostrado en aquella fatídica semana. Aunque bien visto, habría bastado con que, dada la emisión de su boleta de auxilio, no tanto por ser periodista, sino por ser una persona en situación de vulnerabilidad, contara con algún tipo de protección.

Pero claro, de lo que recuerdo, Johanna jamás hablaba golpeado, no tenía relación personal directa con las autoridades, a quienes incluso cuestionaba, no solo con la muchas veces pasajera rebeldía de la juventud sino con la lucidez propia de las mentes abiertas y solidarias. Y más: Johanna no se creía merecedora de trato especial por parte de nadie. Como muchos de nosotros, se sabía parte de un todo y no el ombligo del universo. Tristemente, tal vez esa actitud sencilla y consecuente con sus ideas le costó la vida.

Porque claro, en un país en donde la lambonería con los que detentan el poder económico es una virtud, en donde la capacidad de hacer rabietas en cámaras se considera ‘hombría’, en donde no cuenta el bienestar común sino los privilegios de clase y en donde unas mal llamadas ‘élites’ han vuelto con hambre atrasada a recuperar sus negociados, sus chanchullos y sus prebendas, por muy graduada de periodista que se esté, es una desgracia ser mujer, ser joven y verdaderamente crítica, no ser (ni parecer) rubia y tener dos apellidos indígenas… en fin, resulta una terrible tragedia no llamarse Carlos ni apellidarse Vera.