El lugar más peligroso para vivir los negros es la
imaginación de los blancos.
D. H. Hughley
Para escribir algo sobre los cuatro niños de Las Malvinas quisiera tener la
violencia de un terremoto que derrumbe los cimientos del mundo que los condenó
en el momento mismo en que nacieron en un determinado sitio, con un color de
piel, en un país y una ciudad que solamente saben del prejuicio y de la
superficialidad, en donde a pocos les importa que hayan sido buenos hijos,
cariñosos, deportistas, cantores y bailarines, como todo niño, como el pequeño
Steven cuya voz tal vez aún sonaba como el trino de un pajarillo sin saber del
embate brutal que iba a quemar sus alas, su garganta y su rostro antes de que
pudiera insertarse en el vuelo de la vida.
Para escribir algo sobre los cuatro niños de Las Malvinas quisiera tener el
embate destructor de las aguas en torrente, arrasándolo todo a su paso,
irrefrenables, incontrolables, la fuerza de las lágrimas de sus madres y padres,
abuelas, hermanas, hermanos, tíos, primos, amistades y vecinos multiplicada por
miles y millones, y así ahogar las voces que revictimizan, que se agarran del
prejuicio para decir lo que todo el mundo sabe que es mentira, para sepultarlas
en el fondo del abismo, así como la voz del joven Nehemías, que siempre estaba
cantando y amaba hacerlo, quedó sepultada por una torpe maldad sin nombre ni
sentido en el fondo del precipicio de la aberración inhumana.
Para escribir algo sobre los cuatro niños de las Malvinas quisiera tener la
intención cataclísmica de un asteroide enloquecido que borrara de un solo trazo
la cola de la mentira, la inconsciente inercia de la estupidez que no mira más
allá de las narices de quienes la cometen y de quienes ordenan cometerla, la
ciega brutalidad del cuerpo celeste que solamente sigue su paso sin que le
importe a qué o a quién se lleva por delante, así como dieciséis hombres
armados se llevaron por delante la luminosa carrera de futbolistas de Saúl e
Ismael, que siempre se recordarán como adolescentes buenos y amorosos, más allá
de lo que graznen los que solamente blanden la falsedad en su defensa.
Para escribir algo sobre los cuatro niños de Las Malvinas, o sobre Javier
Vega, Aidita Ati, María Belén Bernal o los otros desaparecidos y desaparecidas, y ejecutados y ejecutadas extrajudicialmente de este y
otros gobiernos y sobre sus familias rotas, sangrantes y abatidas por la
crueldad inhumana de un país en guerra contra sí mismo, quisiera tener la
ternura de la brisa que calma el agobio, la suavidad de la caricia que
tenuemente cubre el hematoma, la tersura del beso que apenas hace saber que ahí
se está, aunque sea para nada, apenas para estar, como tantos y tantas otras y
otros desconcertados y consternados seres atenazados por la impotencia y la
desesperación de mirar como todo se desmorona en nuestro entorno, aplastando a
los más pobres y desvalidos, para empezar.
Pero, aunque he escrito algo, quizá pírrico e inútil, como cualquier palabra
pronunciada en estos momentos tristes y sombríos, sé que no soy terremoto,
vendaval ni asteroide desbocado. Apenas cuento con una brutal ternura que solo
empuja lágrimas mientras miro mis manos inútiles en el teclado y me pregunto,
como muchos, si esto acabará de acabarse en algún momento, y si es que lo
veremos, y qué haremos entonces con los restos de lo que un día fuimos y luego
nos negamos empecinadamente a volver a ser.
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