jueves, 6 de octubre de 2016

la (mi) recuperación de rubén juárez (I)




para Martín de León
Hoy, no sé,
Si es amor cada canción
Que guarda el corazón
Juanca Tavera

Esta historia, contrario a lo que se pudiera pensar, no ocurre en la vieja casa de San Roque, sino en un sitio igual de entrañable: la vieja casa de San Juan, como a un kilómetro de la otra. Esa era la casa de mis abuelos maternos, y de mi mami. Había un patio que un tiempo fue de tierra, y luego de cemento. Mis primos trazaron allí, con tiza, una cancha de fútbol que después alguien reforzó con pintura. En uno de los extremos de aquel patio había una piedra de lavar, y mientras alguien siempre lavaba a mano la ropa de la familia todos los niños jugábamos en el patio.
Corrían mediados de la década de los 1960 y desde la ventana de la cocina sonaba una radio portátil con algunas voces que poco a poco marcaban la memoria sentimental de cada día: Roberto Ledesma y su famoso “esa maldita pared yo la voy a romper algún día”, y otro, el inolvidable Alberto Podestá con sus quinientos metros de “Percaaaaal, ¿te acordás del percaaaaal?”, o Julio Sosa, homenajeado porque acababa de fallecer, recreando “La Cumparsita”, “El Choclo” y el “Rencor” que inunda la existencia de cualquier amante sufrido.
La verdad, no sé si es que yo entendía bien lo que rezaban aquellas letras provenientes de almas bastante atormentadas. Pero me encantaban y me conmovían hasta lo más hondo. Había una, espeluznante: “¿Dónde estás, corazón? No oigo tu palpitar; es tan grande el dolor que no puedo llorar. Yo quisiera llorar y no tengo más llanto. La quería yo tanto y se fue para no retornar”. Esa letra, en particular, era para mí, no porque nadie se me hubiera ido para no retornar, sino porque precisamente a mí se me dificultaba mucho llorar por intensos que fueran mis sentimientos de cualquier tipo, y desde la temprana edad de cuatro o cinco años ya me iba ganando una fama de insensible que no veas.
De otra cosa también me daba cuenta: había tangos y boleros. Y los boleros, por trágica que fuera la historia que contaban – cantaban jamás alcanzaban el dramatismo y la hondura de los tangos (con perdón de todos los boleristas que en el mundo han sido).
Esa música de infancia me marcó la vida, y fue de las cosas que comenzaron a cimentar la proverbial fama de ‘rara’ que tenía entre mis pares de generación, pues hasta que Joaquín Sabina apareció con aquello de la frente marchita, yo era la única de mi grupo que escuchaba tangos con verdadera devoción.
Y más, como (quienes me siguen lo saben) desde niña ya tenía la manía de contarme historias, mis historias se parecían mucho a letras de tango: muertes en la flor de la edad, enfermedades incurables, amores contrariados… Y llanto, mucho llanto, ese que yo no alcanzaba a concretar con la misma facilidad que mi mamá, mis abuelas o mis tías.
Pasó el tiempo. Tres de los cuatro abuelos se fueron para no retornar, llevándose grandes trozos de mi corazón, aunque nadie me hubiera visto llorar como exige la costumbre al uso (es tan grande el dolor…). Y nosotros también nos fuimos a vivir al norte de la ciudad, al sector llamado "La Jipijapa", en una casa sin patio de tierra, sino con jardín de retiro y dos pisos. Pero allí también había un radio. Y dentro del radio también habitaban muchos tangos. No recuerdo precisamente cuál era la emisora, pero durante todos mis años de secundaria y primeros de universidad, me acompañaba durante las mañanas un adorable programa llamado “Argentina y su música”. Era un programa como muchos sueñan que deberían funcionar las radios: ninguna voz humana si no era para cantar, y para cantar las músicas del patio de San Juan y de la casa de San Roque, reunidas en una sola deliciosa hora: zambas, chacareras, milongas lentas y rápidas, y sobre todo tangos a millares surgir. Nadie decía quién cantaba qué. Y no hacía falta. Lo que estaba ahí, eternizándose sin darse cuenta, era la indefinible emoción de ir comprendiendo cada vez más, junto con los dolores del crecimiento, después de cada ausencia para siempre, de cada sueño roto, de cada lacerante comprensión, de cada ilusión, de cada gratitud por ir sobreviviendo a los embates… en fin, ir comprendiendo el profundo sentido de esas poéticas quejas. Y también vino la información no solicitada: a algunos, como a Piero o a Los Fronterizos, ya los conocía de antiguo; pero poco a poco me fui enterando por ejemplo, que uno de los más alucinantes tangos se llamaba “Balada para un loco” y lo cantaba Roberto Goyeneche, o que aquella voz de mujer que erizaba todos los folículos pilosos del cuerpo pertenecía a una diosa de la música llamada Susana Rinaldi… y así.
Había, en particular, un tango que llegué a aprender de memoria en poco tiempo, y que registré  en un casete en cuanto la radio casetera llegó a nuestras vidas. Comenzaba: “Nací en un barrio donde el lujo fue un albur…” y… ¿adivinan? También hablaba de mí. De mi viejo de manos limpias y alma buena, del patio donde los primos trazaron la cancha de fútbol, de la dulce fiesta de las cosas más sencillas y cosas así. La voz era de hombre, timbrada, varonil y sin embargo tan conmovida como conmovedora. Y esa voz se repetía en otras letras, siempre con un brillo particular y con pequeños requiebros que solamente aumentaban su belleza. Me traspasaba el corazón, pero de buena manera, y ni siquiera sabía de quién era, aunque a veces me daba por imaginar a un hombre moreno, de bellos ojos negros detrás de las ondas del espacio radioeléctrico y el “scratch-scratch” de huevos fritos en el desgastado acetato de los discos.
Para contar lo que siguió tendría que escribir una autobiografía, y como son más de treinta años, la verdad, me da pereza, así que ni siquiera lo voy a resumir. 
(esta historia continuará...) 

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