Una
de las principales funciones del arte y la literatura es la de ponernos en
contacto con las luces y sombras de la condición humana, con frecuencia
revistiéndolas con la belleza necesaria para que sean digeribles y abordables.
Para este fin, se echa mano de una serie de recursos retóricos, principalmente
la connotación, el simbolismo, el humor y otros más, que ayudan a comprender y
asumir mejor las transiciones, los cambios de etapas de la vida, las pérdidas y
toda la vasta gama de situaciones perturbadoras de la existencia. Se podría
decir, entonces, que, desde sus orígenes,
la literatura infantil y juvenil ha
abordado frecuentemente temas complicados y difíciles, ya sea de manera
connotativa o denotativa, pues hacerlo ayuda a confrontar las adversidades y
dificultades de la vida desde entornos más protegidos que la descarnada
realidad, el sensacionalismo morboso o la intencionalidad torcida.
No
cabe duda de que, a estas alturas de la historia humana, habitamos un mundo y
una realidad poco amigables para la inocencia, entendiéndose esta no tanto como
la ignorancia de las circunstancias complicadas o escabrosas de la vida, cuanto
como una mirada limpia y serena, pero también profunda e integradora de las
vicisitudes de la existencia. En los medios de comunicación se va del
sensacionalismo más ‘amarillista’ a la trivialización más burda de
circunstancias como el amor, la sexualidad, la muerte, la sabiduría, la lucha
por la supervivencia y el sentido de la vida y de la existencia misma de la
humanidad. Desde una desvergonzada y traumática exhibición de lo más
desagradable y repulsivo hasta la mofa intrascendente de lo más profundo y
sublime.
Por
otro lado, y paradójicamente, también vivimos en la era de lo políticamente
correcto llevado a extremos risibles. Si bien por un lado lo desagradable y
perturbador se entroniza en ciertos ámbitos, y lamentablemente muchos de ellos
cercanos a los adolescentes, por otro lado existe una hipersensibilidad a todo
aquello que pudiera, de una u otra manera resultar ‘ofensivo’ para
sensibilidades de diversos grados, incluso por el solo hecho de describir
realidades concretas. De ahí que se hayan vuelto insultos sin serlo términos
como ‘ciego’ o ‘sordomudo’, que en el fondo no hacen más que nombrar la
condición de las personas que carecen de la vista, el oído o el habla, y que
hayan terminado siendo reemplazados por expresiones como ‘no vidente’ o
‘deficiente auditivo’. De ahí también la desesperación inclusiva que nos lleva
al ‘todos y todas’, o al ‘todes’, en lugar de simplemente utilizar una elipsis
y eliminar el vocativo del saludo, lo cual resultaría más inclusivo y menos
polémico en la mayoría de los casos.
La
búsqueda de equilibrio es una constante en todas las actividades humanas, y se
trataría entonces de encontrar un justo medio que haga honor al refrán “Ni
tanto que queme al santo ni tanto que no le alumbre”. Y es desde esta
perspectiva desde donde los recursos literarios en general y narrativos en
particular pueden ayudar a tratar los temas complejos. Lo vienen haciendo desde
hace tiempo los cuentos tradicionales, mal llamados ‘de hadas’, reproducidos en
versiones de Perrault, Andersen o los hermanos Grimm.
Cabe
señalar también, como información útil y adicional, que la niñez no siempre fue
tan bien tratada (al menos en teoría) como en nuestro tiempo. En la Edad Media
abundaban los niños huérfanos o abandonados de los que nadie se ocupaba. Y no
eran raros aquellos episodios consignados en relatos como “Hansel y Gretel” o
“Pulgarcito”, en los que los padres, desesperados por la supervivencia,
abandonan a sus hijos en medio de un bosque para que se busquen la vida o para
que la sabiduría de la naturaleza los conduzca a un destino tan trágico como
misericordioso. Sin embargo, estos sucesos, entre otros, también tienen un valor
simbólico dentro de las narraciones populares europeas y de otras regiones del
mundo.
Algunos
ejemplos representativos están en los típicos cuentos en donde muere la madre
dulce y
cariñosa y es reemplazada por una madrastra envidiosa y cruel, mostrando
así, de modo simbólico, la ruptura de la niña que se vuelve adolescente con la
madre que de repente ya no la comprende y le impone normas y reglas que
pretenden frenar la exuberancia de la edad. Así, Cenicienta y Blanca Nieves, o
Elisa, de “Los cisnes salvajes” de Hans Christian Andersen, se ven enfrentadas
a la vida desprovistas ya de la ternura materna para construir su propia
feminidad, diferente e individualizada después de las pruebas de la vida que
han debido enfrentar ya solas y sin el apoyo de la madre bondadosa, sino
incluso a pesar de su rechazo y rivalidad.
Un
típico ejemplo de cómo enfrentaban uno de los temas más escabrosos de la vida
es el cuento recopilado y formulado por Charles Perrault, “Piel de asno”: la
historia de un reino feliz, cuyo mayor tesoro era un asno que defecaba monedas
de oro, y pertenecía a la pareja formada por un rey magnánimo y bondadoso y una
reina marcada por la más absoluta perfección física y moral, quien, agonizando
a causa de una extraña enfermedad, arranca a su esposo la promesa de que
solamente se volverá a casar con alguien igual o mejor que ella. Tras el deceso
de la reina y los amargos días del duelo, el rey se embarca en una larga,
desesperada e infructuosa búsqueda de una nueva esposa, hasta comprender que esos
requisitos solamente los cumple su hija adolescente, a la que comienza a
perseguir denodadamente para contraer matrimonio. Asesorada por su hada
madrina, la niña no se niega de plano a acceder a las pretensiones paternas,
pero le pone en primer lugar la condición de que le entregue un vestido color
del tiempo (la madurez), luego un vestido color de luna (la energía femenina),
más tarde un vestido de color de sol (la fuerza masculina para defenderse), y
finalmente la piel del asno que la acompañará en su descenso a los infiernos.
Disfrazada con este último atuendo, la niña es llevada lejos de su hogar y del
mundo por ella conocido para enfrentar humillación, escarnio y duros
aprendizajes de la vida tras los cuales finalmente encuentra la integración de
su ser, simbolizada en el amor del príncipe de un reino lejano. Y es así como conjura los fantasmas del incesto
y sus funestas consecuencias.
La
lectura literal de estas historias, muchas veces signada por prejuicios nacidos
de un feminismo más allá de radical, impide que se descubran los verdaderos
sentidos ocultos entre sus líneas, y las respuestas simbólicas, no reales, que
presentan ante los desafíos y retos de la existencia. Al ser relatadas en una
infancia temprana, estas narraciones advierten de una manera sutil y siempre
simbólica, enfocada más en una sabiduría inconsciente antes que en un
conocimiento racional, de los escollos que se irán presentando en el siempre
difícil y con frecuencia peligroso camino de la individuación.
Hace
algunos años llegó a mis manos el libro de relatos Pequeñas avalanchas, de la autora norteamericana Joyce Carol Oates.
Estaba editado por Norma, en su colección Zona Libre, es decir que era un libro
para adolescentes a partir de los quince años y adultos jóvenes. Esta colección de cuentos, al igual que otra,
publicada por la misma editorial, y titulado La vida después del colegio, consta de algunos relatos que abordan
el lado oscuro de la adolescencia de las niñas y jóvenes en el ámbito de la
sociedad norteamericana de fines del siglo XX y principios del XXI: los
secuestros, la pedofilia, los asesinos en serie y sus obras, la exposición a
diversos peligros y, en últimas, su extrema vulnerabilidad. Si bien todas las
historias guardan elementos ocultos, no ahorran escenas perturbadoras, muchas
veces de un desagradable tinte naturalista, lo cual, sin embargo, no desanima a
la lectura sino que le presta cierto tipo de morboso suspenso. Parecería que
solamente una escritora tan entrenada, magistral y osada como Oates puede nadar
con éxito en arenas movedizas y no ahogarse en el estilo naturalista de su
propia narración. Y si bien sus relatos pueden llegar a ser extremadamente
perturbadores, la enorme calidad literaria ayuda a temperar esa característica.
Los
niños y adolescentes de nuestro tiempo se encuentran expuestos a una
información muy abundante y sin filtros respecto de todos los aspectos de la
existencia. Son ellos quienes manejan los recursos para entrar a la deep web en donde, entre otras cosas,
campean los contenidos prohibidos y
aberrantes. Hay que tomar en cuenta la
curiosidad, los deseos de saber, y así mismo los deseos de transgredir, de irse
contra lo prohibido, de conocer de otras fuentes lo que sus padres, maestros e
iglesias estigmatizan por mórbido, inmoral o inadecuado.
¿Cuáles
son, per se, los llamamos ‘temas difíciles’ en la literatura infantil, juvenil
o incluso en toda la literatura? Generalmente estos temas se encuentran en los
orígenes y los finales de la existencia, es decir se relacionan con la sexualidad
y con la muerte. Y por ende, también con todo aquello que pone en peligro la
vida y una visión optimista y límpida de la existencia. Parecería que todo lo
que suene escabroso, sórdido o atemorizante debería estar excluido de la
literatura infantil. Sin embargo, están presentes en la vida, con toda su carga
destructiva y aleccionadora. ¿Qué nos queda, entonces, por hacer si somos
lectores, escritores, maestros o padres de familia ante la reelaboración
literaria de las vicisitudes más perturbadoras de la vida?
Algunas
consideraciones prácticas y finales:
●
La vida no es políticamente
correcta: ¿qué se quiere decir con esto? La enfermedad, la adversidad, el
dolor, la locura y la muerte forman parte de toda vida que se respete. Tarde o
temprano llegan, a veces se instalan cómodamente. Si el arte y la literatura
pretenden reflejar la vida, no se puede aspirar a que nos presenten un mundo
exento de lo que, por mucho que nos duela o nos moleste, le pone emoción y
sabor a la existencia.
●
La vida no tiene un final feliz:
esto es obvio. En el final de toda vida humana, y a veces no humana, hay dolor
y llanto, por mucho que las creencias humanas prometan otras cosas.
●
El arte y la literatura no son
libros de texto de ética, moral y cívica: una de las preguntas que más me
chocan en los conversatorios con estudiantes, sobre todo de escuela o colegio,
es aquella invariable: “¿qué mensaje (enseñanza, consejo…) quiere dar a los
jóvenes con sus libros?” ¡No sé! Después de todo, ¿quién soy yo para decirle a
cualquier persona, sea de la edad que sea, que se cepille los dientes, salude a
su abuelita, vote por tal o cual candidato o diga sus oraciones antes de
dormir? Las obras de arte, y particularmente las literarias, salvo quizá las
fábulas (y aun esto es cuestionable) no están hechas para moralizar. Otra cosa
es que trasluzcan la visión del mundo y la ética personal (o su falta) de quien
las ha creado. La sencilla aspiración de un creador es esa, nada más: crear una
obra de arte, llámese la Mona Lisa, la Ilíada,
Los miserables, Saló o los 120 días de Sodoma, Poderosa
Afrodita o “La crucifixión de Pedro”. Y si menciono estas dos últimas es
precisamente porque, por mucho que nos duela, el hecho de que sean la creación
de un pedófilo y un asesino no disminuye en un ápice su belleza ni su sublime
grandeza estética.
●
Como adultos, tenemos una
responsabilidad ante los menores: a pesar de todo lo afirmado, debemos estar
conscientes como educadores, seamos padres, madres, profesoras o maestros de
que no cualquier niño de cualquier edad puede ser expuesto de cualquier manera
a cierto tipo de contenidos, incluso si la misma vida lo ha hecho ya con su
característica falta de tino y pedagogía. Por otro lado, ciertos contenidos
literarios, ciertas historias, ayudan innegablemente en los procesos de
resiliencia de los niños expuestos a la crueldad de ciertas existencias.
Pienso, por ejemplo, en la conmovedora novela Mi planta de naranja-lima del gran escritor brasileño José Mauro de
Vasconcelos.
Según
Alejandro Jodorowsky, si el arte no sirve para sanar, no sirve. Sin ir a
posiciones tan extremas, tal vez podríamos pensar que, bien utilizado y más
allá de la peripecia personal de los creadores, el arte puede ayudar en la
resiliencia y en la reelaboración del sufrimiento para obtener de él algo más
que traumas y amargura. Tal cual lo decía el gran poeta Antonio Machado en uno
de sus más bellos y conocidos poemas:
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita
ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en
él,
con las amarguras
viejas
blanca cera y dulce
miel.
Quito, 26 de abril de 2019
Ponencia presentada en el encuentro de LIJ "Trompo" auspiciado por la USFQ
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