En
medio del caos, superando el miedo, se activaron los chicos y las chicas de la
bata blanca. Descubrieron el sentido de la carrera que han escogido.
Entendieron (o tal vez simplemente reafirmaron) el tono de la palabra vocación.
No
se sabe si venían de familias pudientes o carentes. No se sabe si durante el
paro sus padres despotricaron contra los indígenas, contra los policías, contra
Correa, contra Moreno o contra el hijo o la hija que arriesgaba su vida quién
sabe por qué desconocidos que posiblemente ni siquiera le iban a agradecer. No
se conoce su bandera política, incluso no se sabe si la tenían.
Solo
se sabe que vinieron a ayudar desde las dos más tradicionales universidades quiteñas. Que comenzaron por consolar niños asustados
haciéndoles jugar y contándoles cuentos, por tranquilizar a madres angustiadas,
por decir palabras que no supieran a gas ni a muerte. Y luego ya vino la parte
más complicada: coser heridas, atender contusiones, entablillar huesos,
despejar asfixias, reanimar corazones detenidos, mirarse a la cara, negar con
la cabeza, cerrar ojos, taponar con algodón narices que no volverían a probar
la frescura del aire, decirle a la gente que su compañero o compañera de vida, su hermano,
su padre, su hijo no volverían más. Quizás enfrentar la muerte violenta por
primera vez. Tal vez, en un minuto libre buscar un baño, un rincón apartado y
solo llorar un poco para descargar la angustia, pero ni siquiera tanto porque
había muchas cosas que hacer.
Son
lindas las batas blancas cuando se colocan sobre hombros solidarios, cuando se
rasgan para convertirse en banderas de paz, en vendas, en apósitos. Son estremecedoras cuando se empapan de sangre porque también
vejaron y arrastraron por el suelo a quien la llevaba. Son dulces cuando se
convierten en envoltorio o pañal de bebé. Duras, trágicas y angustiosas cuando
se vuelven mortaja.
Días
de voluntariado en un campo de guerra. Noches agazapados esperando el brutal
ataque con bombas lacrimógenas, perdigones y armas fragmentarias que hacían
esquirlas por todas partes. Llantos de niños, gritos de madres, maldiciones de
hombres, ayes de los heridos. Y entre todos ellos, las batas blancas como
gaviotas y verdaderas palomas de la paz revoloteando de aquí para allá en la
repartición del bálsamo de la solidaridad y el verdadero amor al prójimo más
necesitado y vulnerable.
Pero
nada más conmovedor que cuando, ante la inminencia de un nuevo y más sangriento ataque, las batas blancas y las mascarillas (no antigás,
por si acaso, las simples mascarillas de farmacia de barrio que eran todo lo
que tenían) se convirtieron en armas disuasivas, en ese escudo humano de jóvenes de la mano que
acordonó las universidades convertidas en centros de refugio y zona de paz, dispuestos a poner el cuerpo, si era necesario,
haciéndonos entender que los ángeles de la guarda sí existen, así, inermes y
desprotegidos, sin alas, sin aureola ni coronita dorada, tan solo con su bata
blanca, su humilde mascarilla, y sus corazones de oro y maravilla latiendo al
unísono al enfrentar la prepotente cobardía, la estulticia y la traición.
2 comentarios:
La sensibilidad sin nombre nos ha salvado bellos afectivos Ecuatorianos sin nombre sin raza sin profesión sin sin.... Con corazón forrado de gran valor!!!!
Lendo
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