Hemos vivido en un mundo en el cual los escritores y los editores parecería que tenemos una relación interdependiente. Las escritoras y los escritores escribimos y entonces necesitamos de un editor o de una empresa editorial que nos haga el favor de publicar lo que hemos producido. Parecería que todos trabajamos por los mismos fines, que no habría ningún conflicto de intereses, y además de todo, que nos une un común interés por la motivación a la lectura y por contribuir al avance de la cultura.
Pero andamos dos minutos y nos damos cuenta de que no hay tal. Es cierto que quienes escribimos somos, a veces, ególatras, tal vez un poquto infantiles y que en ocasiones, por aquello del ego de los artistas, tendemos a pensar que merecemos más atención que el resto de personas. Pero también es cierto que creamos, que muchos de nosotros (no sé en qué proporción, pero eso: muchos) hacemos lo mejor que podemos, y hasta nos sale bien, lo que no es despreciable. Es cierto que experimentamos, probamos, innovamos, y con frecuencia terminamos con nuestros corazones al desnudo.
Los editores, en cambio, si bien pueden comenzar su labor con sanas intenciones, poco a poco se van dando cuenta de dos cosas, que no necesariamente van juntas:
- El mundo del mercado es cruel, y se trata de ganar plata para poder en primer lugar sostener el proyecto y en segundo lugar sostener la vida propia, o viceversa.
- Ganar plata ha sido bien bonito.
Sea cual sea la cosa de la que se dieron cuenta, esto influirá en su relación con los escritores y las escritoras. Y esa relación se basará sobre todo en que, en algún momento, las editoriales pierden la inocencia y comienzan a rechazar del diversos modos lo que "no se vende", según su criterio. Existen una serie de frases, muchas veces ofensivas, y que nada tienen que ver con la calidad literaria de las propuestas presentadas, que más o menos suenan así:
-"Es que una editorial no puede convertirse en una casa de beneficencia".
-"Esto no es la Casa de la Cultura"...
Y sí, no es. A veces ni de lejos.
No debería amargarnos. Algunos escritores, en el momento de tomar decisiones, optan por obtener un financiamiento y ponerse una empresa editorial que respete la creatividad, que publique poesía aunque no sea la Casa de la Cultura, en fin... Pero en seguida, al menos en este país en donde hay más escritores que lectores, comprenden que es un mal negocio, y comienzan a corromperse en uno u otro sentido.
Existen varios argumentos que los editores nos plantean a los escritores ante nuestras obras, basados muchas veces en asesorías de 'técnicos' que tal vez no hayan escrito una sola palabra, o dos, literariamente hablando, en sus vidas, y aquí voy a detallar algunos:
-"Es que una editorial no puede convertirse en una casa de beneficencia".
-"Esto no es la Casa de la Cultura"...
Y sí, no es. A veces ni de lejos.
No debería amargarnos. Algunos escritores, en el momento de tomar decisiones, optan por obtener un financiamiento y ponerse una empresa editorial que respete la creatividad, que publique poesía aunque no sea la Casa de la Cultura, en fin... Pero en seguida, al menos en este país en donde hay más escritores que lectores, comprenden que es un mal negocio, y comienzan a corromperse en uno u otro sentido.
Existen varios argumentos que los editores nos plantean a los escritores ante nuestras obras, basados muchas veces en asesorías de 'técnicos' que tal vez no hayan escrito una sola palabra, o dos, literariamente hablando, en sus vidas, y aquí voy a detallar algunos:
- La literatura infantil y juvenil: ahora, si queremos publicar, al menos en ciertas editoriales, nos tenemos que olvidar de los lectores adultos. Lo que vende es la literatura infantil y juvenil. Escribe para niños. Linda tu novela, pero... ¿no tienes algo juvenil? Como dice Dale Carnegie, te presentan la mejor cara: hay que crear lectores, estimular a los niños para que cuando sean adultos lean... Y no es que haya menosprecio de la literatura para la infancia o la adolescencia, pero a los escritores, a las escritoras a veces también nos da por escribir para gente mayor de dieciocho años, y las editoriales, en su verdadero afán (lo diría Dale Carnegie) de seguir llenando su arcas de oro, en muchos casos, lo rechazan porque no se vende tan bien como lo que se escribe para niños y se obliga a comprar en los colegios, ahorrando así el esfuerzo que se debería hacer en justicia por distribuir en librerías lo que se produce.
- Novela, o nada: Escribimos cuentos, no venden. Escribimos poesía, se leerá después de que muramos, por buena que sea. El público prefiere leer novelas. Los clubes de lectura de señoras pitucas prefieren leer (y comprar, aunque no lean) novelas. Los cuentos... bueno, Cortázar (+), Borges (+), García Márquez... de ellos publicamos. El resto, olvídate.
- El lenguaje neutro (algo que se entienda aquí o en Marte): Lo he tenido que escuchar: mis textos están escritos en ecuatoriano, para peor, en quiteño. Y eso... (¿adivinaron?) no vende en otro lugar que no sea Quito. O sea, en Ambato (a 111km) ya no. Tendría que mejor escribir en un castellano neutro, tal vez en latinoamericano, en español de España, en esperanto, no sé. Pienso que Cortázar escribió toda su obra en argentino, y no le fue tan mal. Pero pienso que también él fue rechazado por editoriales que se amparaban en la moralina y el estilo ante la magnificencia de su obra, y aunque la mía no sea tan magnífica, siento un poquito de consuelo.
- La cursilería: El texto es demasiado lacrimógeno. Sí. Lo reconozco. Mis personajes lloran mucho, tal vez demasiado. Quizás se debe a que yo no lo hago con tanta frecuencia y entusiasmo, y admito que puede ser un defecto. Sin embargo, parecería que en el texto no hay nada más. Y me vuelvo a proporcionar un pírrico consuelo: los personajes de Dostoyevski también lloran bastante. Y para salir del entorno lacrimógeno del siglo XIX,algunos de Cortázar, Benedetti o García Márquez también (hay hasta un estudio sobre el llanto en los cuentos de Julio Cortázar).
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