Miren esos ojos inteligentes, esa expresion profunda y un poquito, solo un poquito coqueta. Es un hombre que tiene mucho qué decir. No me refiero para nada a un charlatán. Tampoco a alguien que a fuerza de hablar nos agota. Y mucho menos a uno de esos seres que no tienen facilidad de palabra sino dificultad de silencio. Me refiero a alguien que dice cosas que, a más de ser tan ciertas como el amanecer de cada día, tienen en encanto de la poesía más fina y precisa.
Apenas acompañado por un fino guitarrista, y en algunas de sus canciones, por las magistrales manos de Raimón Rovira al piano, en el entrañable escenario del Teatro Sucre de Quito, Joan Isaac nos cuenta sus verdades. Algunas suenan cotidianas, como eso de que a una no le importa nada si tiene cerca a los hijos de madrugada. Otras suenan desgarradoras, como la muerte de un joven anarquista por garrote vil en los últimos estertores de la dictadura franquista. Otras, existenciales como la certeza de la vejez que no espantará para nada a la muerte. Otras, mágicas, como la de las cuatro arquetípicas lunas que anidan en el fondo de su alma.
Y sin embargo, si de algo peca este hombre es de una sencillez apabullante. Esa sencillez que solamente puede hablar de la grandeza del corazón. Tranquilamente, lee los textos de sus canciones en castellano antes de interpretarlas en catalán, en un gesto de cortesía, de deferencia, quizá también de respeto y cariño por quienes lo escuchamos casi con reverencia. Tranquilamente menciona a Quito, mi ciudad, de la que dice estarse enamorando a pesar del susto de un terremoto mañanero. Cuando canta, en su voz resuenan los ecos del Mediterráneo, ese que el viejo Serrat nos ha enseñado a amar incluso mucho antes de conocerlo.
Una vez, cuando accidentalmente el corazón se me lastimó por un ajeno movimiento en falso, sin saberlo, Joan Isaac pudo poner sincrónicamente en palabras mis sentimientos confusos y encontrados en la preciosa letra de esa canción llamada "Si vols" (Si quieres). Pero no es eso solamente lo que ha hecho por mí, sino mucho más: me ha honrado con su confianza, con su deferencia, con su amistad, con el abrazo y el proverbial par de besos en las mejillas cuando la vida nos hace el bien de reunirnos, con el sencillo pero a la vez invalorable hecho de dedicarme la "Breve canción de amor para dos hijas" en el íntimo concierto de La Estación. Y yo, feliz de existir en el mismo tiempo y planeta que él, solo le doy las gracias por saber hacerlo con la mesura y la profundidad de quien tiene un corazón tan grande como el sol que ve brillar.Y por seguir regalándonos la magia de su música, de su poesía, de lo mucho que aún le queda por decir.
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