Ahora último, a propósito de las polémicas por las corridas de toros, a la gente de Quito le ha dado por reflexionar. Profundamente.
Los primeros que reflexionaron fueron los concejales. Se pusieron minuciosos, los chicos. Hilaron fino, finísimo, y dedujeron algo importantísimo: que como la pregunta de la consulta popular del 7 de mayo pasado se refería a abolir en el cantón los espectáculos que implicaran la muerte de un animal, mientras no se matara al toro en el espectáculo todo estaba bien, entonces crearon la corrida de toros con muerte del animal fuera de la arena. Igual obligan a pelear al toro con otro animal mucho menos pesado pero infinitamente más sagaz y diestro. Igual le clavan banderillas, o sea, lo torturan. Y no solo eso, lo peor de todo: igual lo matan, solo que no en público. O sea, Maquiavelo y su sombra habrían estado felices con semejante nivel de reflexión.
Luego, ya en la feria sin muerte pública, hubo un incidente que llevó a la gente a seguir reflexionando más o menos igual que el pensador de Rodin: un toro dio una cornada (afortunadamente no fatal) a un joven torero. Entonces, según el inefable diario Hoy, la gente reflexionó: "Los toros sí pueden matar, nosotros en cambio, no". Igual, profundísimo. Y falso, diríamos, porque, en primer lugar, al toro lo matan nada más abandonar el ruedo, aunque no sea el torero quien lo haga, y lo hace un humano. En segundo lugar, la idea de la consulta popular no era esa: fue la reflexión de los concejales lo que condujo a este tipo de hechos, pues se trataba de que ningún toro vuelva a morir en un ruedo y de que ningún torero vuelva a poner su vida en riesgo en lo que se llama la "fiesta brava". La idea era suprimir las corridas de toros como un ritual sangriento en donde el ser más arrogante y asesino de la naturaleza se divierte siendo cruel con otro ser, justificándose, como es costumbre humana, con toda una gama de pretextos tan convincentes como perversos.
El tercer nivel de reflexión también se relaciona con esto. Al no poder matar al toro, los toreros (o sus defensores, mejor dicho) dicen que esto es injusto, pues mientras el torero pesará un máximo de setenta kilos, el toro pesa un promedio de quinientos. En este punto yo también reflexiono honda, profundamente, y lanzo la pregunta: ¿quién les mandó a meterse a toreros? pues deduzco que un ser de setenta kilos que se enfrenta con uno de quinientos por el puro gusto de hacerlo está sobrepasando peligrosamente la débil línea que separa la valentía de la imbecilidad.
1 comentario:
Nivel de reflexion a posteriori de los agudísimos y nunca tan bien ponderados concejales: "Ah!!! Parece que esto puede tener cola (no el toto, lo uqe hicimos...)"
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